Home

Opinión

Artículo

Las palabras del viento

En este poema Ospina consigue transportarnos a los sentimientos de Lope de Aguirre y, por qué no, a los de Raúl Reyes e Iván Ríos

Semana
20 de marzo de 2008

El ateo que soy debe reconocer algo, al menos en Semana Santa: los más grandes músicos, los más grandes pintores, los más grandes poetas, han sido casi todos músicos, pintores y poetas religiosos. Nada más fácil que dar un ejemplo de cada uno: Bach, Miguel Ángel y Santa Teresa. Creo que hay algo, en el sentimiento religioso auténtico, que vincula a las personas sensibles, de una manera difícil de comprender, con la voz silenciosa del universo, con las perfecciones del cosmos o la música de las estrellas. No me pregunten qué es esto pues yo no tengo oído para percibirlo, pero es algo que han visto también Platón y los grandes matemáticos: ciertas verdades (digámoslo así) eternas, que están más allá de la comprensión de nuestra pobre conciencia individual. Entes inmateriales (el número Pi, las simetrías, el poder hipnótico de las aliteraciones) que de alguna manera no son invenciones humanas sino algo al mismo tiempo permanente e impalpable, algo que el pensamiento a veces consigue entender, pero que está más allá del pensamiento, en una especie de lugar fuera del mundo.

Harto de sangre y de política, hastiado de los sucios tejemanejes del poder, cansado de los muchos oficios y vanidades en que se pasa la vida, en días de vacaciones busco yo también un poco de recogimiento. Incapaz de la ilusión religiosa, este recogimiento yo no lo encuentro rezando, sino oyendo música, leyendo poesía o mirando obras de arte. Ojalá pudiera también contemplar teoremas perfectos, pero éstos me están tan vedados como los enredos teológicos. Pues bien, en esta semana que para mí no es de farra ni de rezo, he vuelto a leer los poemas de William Ospina.

Volví a encontrarlos casi por casualidad una noche en que Santiago Gamboa resolvió recitarme un poema memorable: Lope de Aguirre. Yo estaba escribiendo algo para un periódico europeo, algo que no me salía bien, pero que ellos me habían pedido irresponsablemente: cómo veía yo, un colombiano, a las Farc. Lo que yo tenía en la cabeza era la furia sanguinaria de una gente desesperada que había perdido la cordura en nuestras selvas. Y entonces supe que William Ospina, de esa manera secreta que tienen los poetas, había conseguido sentir lo que Lope de Aguirre había sentido cuando se levantó contra el rey, y de algún modo había logrado comprender y describir también, sin pretenderlo, el despiadado furor guerrillero.

Decía Borges, otro místico a su manera, que todos los hombres podemos ser, por un momento, otro hombre. Que si sentimos sed, o ira, sentimos lo que ha sentido cualquier sediento o cualquier iracundo, o incluso lo que sienten un venado o un tigre. Es esa cualidad (esa trasmigración del alma) lo que yo percibo en este poema de Ospina: que él consigue transportarnos a los verdaderos sentimientos de Lope de Aguirre y, por qué no, también a los de Raúl Reyes o Iván Ríos. Óiganlo bien:

"Yo vine a la conquista de la selva, y la selva me ha conquistado. /(…) Nada es piedad aquí, nada es dulzura. / Si son crueles los monjes en los penumbrosos claustros de España, / si son degolladores los reyes y envenenadoras las reinas / en sus artísticos salones llenos de lienzos y de lámparas, / si son perversos los obispos y lascivos los papas / en la nube de mármol de sus tronos romanos, / si son despiadados los clérigos que leyeron a Homero y a Séneca, / si son salvajes los capitanes que comen la carne cocida, / salpicada de jerez y orégano, / si bajo Europa entera aúllan las mazmorras, / ¿cómo puedo ser manso en estas tierras, / ceñido por las selvas impracticables, / lejos de esos palacios tapizados por la letra y la música? / He decidido ser un tigre. / La selva invade el alma como un vino. / Aquí no hay bien ni mal sino el zarpazo. (…)/ Déjenme a mí el palacio de estos atardeceres que se parecen a mi alma, / donde bestiales tropas me adoran de miedo, / donde debo mirarlos como un buitre para que no me maten, / donde los últimos ángeles de mi infancia se descomponen en las ciénagas tibias, / donde los hombres solos, desprendidos del barco de los siglos, aprenden a ser crueles, / a combatir el cielo a dentelladas, a recelar en el amor la emboscada. (…)/ Sé que al darles la espalda, estos hombres me miran como perros. / Sé que estoy afilando el cuchillo que pasará por mi garganta".

Este es sólo un ejemplo de la gran poesía de William Ospina, quizá la voz más honda y auténtica de la poesía colombiana actual, heredera de las grandes voces de Arturo, Cote, Silva y Barba-Jacob. En este libro suyo que estoy releyendo a modo de plegaria, El país del viento, siento que William ha podido oír y repetir las voces que poblaron nuestro país y nuestro continente. Lo ha hecho con un oído fino, con un oído perfecto, y desde los vikings hasta los mongoles que cruzaron el estrecho de Bering, desde los conquistadores hasta los viajeros de Indias, en su voz deslumbrante resuenan las voces de todos ellos. Con William Ospina tenemos en Colombia, otra vez, un poeta inmenso, y a lo mejor ni siquiera nos hemos dado cuenta.

Noticias Destacadas