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Alberto Donadio  Columna

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Laura García muestras sus tobillos

En una obra de teatro uno no se retira de la sala. Con sus memorias pasa lo mismo. No se pueden interrumpir.

Alberto Donadio
1 de octubre de 2022

Antes de leer las memorias de Laura García sabía que una mujer que ha ejercido durante más de 40 años el señorío sobre la palabra hablada no tendría dificultades en extender su latifundio a la palabra escrita. Pero no sabía qué estilo emplearía. Al empezar a leer Sin verlo venir supe lo que debía ser obvio. Una actriz de teatro, cine y televisión se levanta en el escenario y cuenta su vida, como si estuviera actuando en Macbeth o El coronel no tiene quien le escriba, solo que esta vez escribe los parlamentos, no los recita. Su libro es “funambulismo sobre cataratas de palabras y gestos y sentimientos”, la definición que da Laura García sobre la actuación. En una obra de teatro, uno no se retira de la sala. Con sus memorias pasa lo mismo. No se pueden interrumpir. La fuerza impetuosa de las palabras y las historias y anécdotas, todas cautivantes, las tiernas y las dolorosas, las cultas y las profanas, no permiten aplazar el libro. No importa el desorden. Narraciones lejanísimas no van a llegar en fila india.

Ella es una actriz “nata, silvestre, salvaje, intuitiva, de impulsos”, como decía el director Santiago García. Nació en Bogotá en 1953, de familia samaria, y en 1974 se inició como actriz en el Teatro El Local, luego en el Teatro Popular de Bogotá y en el Teatro Libre, antes de pasar al cine y la TV. Fue directora de la escuela de actuación de Caracol TV. Su abuelo paterno, Pablo García, era el gerente de la Yunái (la United Fruit Company) en la huelga de las bananeras. De él tomó Jaime Bateman su nom de guerre de Comandante Pablo en el M-19.

Manuel Marulanda se llamaba su abuelo materno, pero no fue por él, sino por azar que Tirofijo se apodó igual. Su padre, un médico patólogo, se marchó cuando ella tenía 9 años y a su mamá “Desde la salida de mi papá de la casa, le tocó comenzar a trabajar en lo que fuera, porque él se gastaba sus honorarios y salarios en apostar al Totogol o al 5 y 6, y en cuanta lotería ofrecían a la salida del Hospital San José, en plena plaza de España, así como en sus presuntas parrandas y consecuentes ‘levantes’, en la época mimada en la que el SIDA no había mostrado sus dientes”.

Agrega: “A veces perdono el abandono de mi padre. Asesinó mi confianza. Me enquistó, como un tumor de los que estudió toda la vida, una melancolía que a ratos aflora sin preaviso, pero que coadyuvó, por fortuna, a un cierto ímpetu energético actoral”. Laura García tuvo hace 50 años un hijo en Bélgica que dio en adopción. Él la buscó cuando cumplió 25 años: “Me llegó una carta con una dirección aproximada de un periodista europeo que decía que me quería hacer una entrevista. Yo no le di importancia. Todo el tiempo hacía entrevistas.

Lo esperé como me había sugerido. En el día, el sitio y la hora. Nos vimos y comenzamos a hablar en inglés. Pasó media hora. Luego me dijo que necesitaba salir por un momento y me entregó una carta para que la leyera mientras tanto. Debo decir que me tragué el anzuelo hasta el fondo. Es que no soy malpensada para nada. Más bien creo que el universo y sus criaturas son intrínsecamente bondadosos. Que las personas somos transparentes. Por eso no pensé nada. Más bien me confundí, pero abrí el sobre. Había una carta con una partida civil de nacimiento. No entendí. Terminé. Entró él, lo vi y supe que era mi hijo belga. Solo pude abrazarlo. Lo saqué de allí. Nos saqué de allí y me lo llevé para la casa”. Ella le pide en el libro: “Usa el perdón para apocar mi añoranza. Sé que en algún intersticio de mi corporeidad está el amor por ti”.

Los hombres de la vida de Laura García tienen un número, del #1 (Pistola) al #17 (No salió con na’). Con el #6 (Agüita de alhelí) tuvo un hijo. Pero llegó el #7 (Coquito), “que me había removido el suelo”, con el cual convivió 12 años hasta cuando compraron una casita en Teusaquillo, pero ya “la relación estaba aporreada y yo era infeliz. Demasiadas noches de espera. Madrugadas de tundra pegada a la ventana, con el teléfono sobre la mesita de noche, esperando. Esperándolo”. La autora cree en la carne y los apetitos.

Los amantes #16 y #17 le ponderaban los tobillos. El #16 “Un buen día me dijo que se iba de viaje. Y ya no volvió más a mi cama, ni a mis hombros, ni a mi torso y cuello largos, que algunos de los #s habían calificado como un Modigliani; ni a mis dientes, que querían succionar un pedazo de su boca y tragármelo cuando partía; ni a mis tobillos, que no acarició nunca”. Patricia Londoño y Mario Jursich registraron todas las memorias, diarios y autobiografías publicadas en Colombia de 1817 a 1996: 376 títulos distintos. La cifra habrá aumentado. En fuerza narrativa, las memorias de Laura García pertenecen a los primeros lugares.

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