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Aguas turbulentas

Conviene que la Ley de Financiamiento salga adelante, aunque su aprobación no despeja el panorama fiscal.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
30 de noviembre de 2018

A mi juicio, el sentido genuino de las leyes de financiamiento consiste en que son mecanismos adecuados para allegar los recursos que faltaren para equilibrar la ley anual de presupuesto. Esa fue la posición del presidente Duque cuando años atrás demandó ante la Corte Constitucional un estatuto de esa estirpe aprobada por el pasado Gobierno. Los jueces decidieron, creo yo que equivocadamente, mediante leyes de ese tipo pueden aprobarse gravámenes de vigencia indefinida, con lo cual borraron la distinción entre las reformas tributarias, que definen los impuestos de modo permanente, y las leyes de financiamiento, que se limitarían a resolver insuficiencias temporales de recursos.

Si el Gobierno actual hubiere avizorado las dificultades políticas que hoy afronta para sacar adelante su propuesta de nuevos gravámenes, quizás hubiere seguido una estrategia fiscal en dos tiempos.

En el primero, que habría ejecutado antes de finalizar el año, para buscar ingresos extraordinarios exclusivamente para la próxima vigencia; en tal caso, podría haber propuesto un mecanismo de sobretasas al impuesto de renta para que, preservando la actual estructura impositiva, los actuales contribuyentes soportaran un esfuerzo acotado. En el segundo ciclo, que tendría lugar al comienzo del 2019, podría haber planteado una reforma integral que le despejara el camino durante todo el cuatrenio; su configuración quizás sería semejante a la que presentó al Congreso hace pocas semanas. Esbozo esta opción, que podríamos denominar C, por si no volare -Dios no lo quiera- la opción B contenida en la ponencia para primer debate.

La extensión del IVA al conjunto de los bienes que integran la canasta familiar (que en buena parte ya está gravada), previendo pagos compensatorios a los sectores populares de la población, era una alternativa adecuada. Generaba progresividad, pues los sectores medios y altos de la población que tributan muy poco sobre su consumo, y permitía recaudar el 80 por ciento de una reforma singularmente ambiciosa. Para demostrar esta última afirmación, basta anotar que mientras el recaudo estimado por el Gobierno era equivalente al 1.3 por ciento del PIB, el rendimiento promedio de las 11 últimas reformas tributarias apenas llega a 0.3 por ciento de ese mismo indicador.

La gravedad de la situación en la que estamos deriva de que el rendimiento potencial de la propuesta que está sobre la mesa no alcanza, según cifras oficiales, a $7.5 billones para el año entrante, apenas la mitad del aforo de ingresos calculado sobre la inicial. No sabemos cuál será la estrategia para afrontar tan tremenda restricción en los ingresos esperados. Ese será el debate al despuntar en 2019. La salida fácil, que algunos ya insinúan, consistiría en recoger los recursos, que ya no provendrán de impuestos, mediante nuevas emisiones de deuda. Dado que hacerlo implicaría abandonar la disciplina que nosotros mismos nos impusimos mediante la regla fiscal, con alta probabilidad perderíamos la confianza de acreedores o inversionistas. Los países que caen en ese hueco pagan costos altísimos para recuperarse.

Durante las angustiosas próximas semanas, el Gobierno tiene que centrar sus esfuerzos en tratar de sacar adelante las iniciativas contenidas en la ponencia para primer debate. “Del ahogado el sombrero”, suele decirse. A pesar de su limitado potencial de rendimiento, retirar la ley en curso tendría el efecto de agravar una situación difícil.

La modalidad de impuesto “SIMPLE”, bien implementada, puede servir para vincular a la tributación a sectores ajenos a ella que pueden tener un potencial de recaudo elevado. Es lo que cabe esperar teniendo en cuenta que la tributación efectiva de Colombia, a pesar de la saturación que los contribuyentes tradicionales padecen (empresas y asalariados), es sustancialmente más baja que la del promedio de los países de América Latina. Hay que ir cerrando con prudencia esa brecha.

En ese mismo orden de ideas, no puede descartarse un IVA presuntivo cobrado en la declaración de renta en función del ingreso de los contribuyentes de los deciles cuatro a diez. Desde el punto de vista técnico es una estupidez: si el consumo puede ser medido, como lo es, es mejor gravarlo directamente. Pero como salida a una situación critica, puede servir. Igualmente, cabe gravar los dividendos con ciertas cautelas: (I) no desestimular la participación de los pequeños inversionistas en nuestro lánguido mercado de capitales; (II) no castigar las transferencias de capital entre grupos empresariales cuando conduzcan a usos más eficientes de los recursos.

El principio de equidad horizontal conduce a que todas las rentas, cualquiera que sea su origen, deben pagar un mismo tributo. Considero, además, que es más eficiente dejar que sea el mercado, y no el Gobierno, quien decida hacia dónde fluye la inversión privada. Por eso, como regla general, son inconvenientes las gabelas sectoriales, en especial si no se las justifica con anterioridad, con sólidos argumentos y se omite computar el sacrificio de ingresos fiscales que comportan. Con ese mismo sustento cabe considerar incorrecta la propuesta presentada por algunos parlamentarios y, por fortuna, rechazada por el Ministro de Hacienda, de gravar con una sobre tasa a los bancos. Adoptarla tendría el efecto de encarecer el costo del crédito y la remuneración que los ahorradores perciben.

Briznas poéticas.Sócrates nos habla por boca de Platón: “No es la sabiduría lo que mueve al poeta, sino ciertas aptitudes naturales y una inspiración parecida a de los adivinos y a los que predicen el futuro. Efectivamente no entienden nada de lo que dicen”.

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