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Libertad y orden

El lema contenido en el escudo patrio refiere a valores políticos que, por su propia naturaleza, son antagónicos.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
12 de septiembre de 2019

Adoptado en 1834 durante la segunda presidencia del general Santander, con el correr del tiempo ha sufrido pocos cambios, clara demostración de que los valores que de manera simbólica recoge se mantienen vivos en el imaginario popular, a pesar del evidente anacronismo de incluir como parte del territorio nacional a Panamá que ¡ay! perdimos en 1903. Si lo recuerdan el gorro frigio, que fue usado por los revolucionarios franceses en 1793, alude a la independencia del pueblo que se ha liberado del dominio español; el cóndor, por la majestuosidad de su vuelo, refiere a la libertad de los ciudadanos. Son nociones diferentes. Una referida a colectividades; la otra a individuos. Nuestra ave emblemática porta en sus garras el lema “libertad y orden”, concepto este último carente de equivalencias en la rica simbología del dibujo. Por último, adviértase que esa pieza ideal es un escudo; un arma defensiva de Colombia y sus ciudadanos: bella alegoría.

El preámbulo de la Carta que nos rige dice que “el pueblo soberano”, aunque no directamente sino a través de sus representantes, la expide, entre otras cosas, para asegurar “a sus integrantes” la libertad “dentro de un orden político, económico y social justo”. Los integrantes del pueblo somos todos: la ciudadanía es universal, así sea en potencia para los menores de edad, y de ella carezcan los reos de ciertos delitos. No obstante, ese orden, que por necesidad debe ser “justo”, no será definido de manera unánime y directa por los individuos que integran la polis; lo harán las autoridades que la Constitución establece, primordialmente las de origen popular que son las que, en rigor, nos representan.  

No es claro en qué consiste un orden justo, ni si debe realizarse de inmediato o en un futuro remoto; tampoco cuánta libertad debe ser sacrificada para que ese desiderátum pueda volverse realidad a sabiendas de que la libertad absoluta, dada la desigualdad de dotaciones y oportunidades, difícilmente nos conduciría al reino de la justicia, sino a uno de naturaleza darwiniana en el que “el pez grande se come al chico”. Pues, como también se ha dicho, “entre desiguales, es la libertad la que oprime”.

Sobre la naturaleza de ese orden social justo las diferencias de opinión son abismales. Hay quienes creen que se trata, apenas, de descubrirlo y de instaurarlo porque proviene de un plan establecido por Dios, o constituye el fin de la historia luego de que se cumplan determinadas etapas en el discurrir de la humanidad. En tal caso, el debate político carece de sentido y se convierte en una mera discusión técnica sobre cómo llegar a ese óptimo colectivo. Más todavía: el reino de la justicia puede y debe ser impuesto mediante la coacción; no puede haber en ese campo libertad para oponerse. Spinoza anotaba, con razón, que cuando se fuerza a los niños para que sigan ciertas directrices no son esclavos; “obedecen leyes que han sido dadas para sus propios intereses”. El problema es que el conocido principio “la letra con sangre entra”, puede ser extendido, como lo han hecho todos los dictadores, de izquierda y derecha, para aniquilar la libertad de los que piensan distinto, sometiéndolos a procesos de reeducación, mandándolos a purgar su falta de clarividencia en mazmorras o privándolos de la vida.

Isaiah Berlin, uno de los grandes pensadores liberales del siglo pasado, en su ensayo “Dos conceptos de libertad”, ponía de presente que la discordia sobre las finalidades de la vida en sociedad es inevitable. Ignorar esta realidad ha sido la causa de hondas penalidades. “Una creencia, más que ninguna otra, es responsable del holocausto de los individuos en los altares de los grandes ideales históricos; la justicia, el progreso, la felicidad de las futuras generaciones (…). Esta creencia es la que en alguna parte, en el pasado o en el futuro, en la revelación divina, o en la mente de algún pensador individual, en los pronunciamientos de la historia o de la ciencia (…) hay una solución final”.

Esta negación de la posibilidad de una reconciliación definitiva de la humanidad nos devuelve al ámbito, pedestre si se quiere, de la política del día a día, de las soluciones incompletas, de las transacciones entre adversarios y grupos de intereses disímiles; es decir, a lo que hacen los cuerpos de representación popular.

Y la razón última de esa imposibilidad de consenso final es que los valores políticos están en pugna: la libertad y el orden entran inexorablemente en conflicto. También la igualdad y la libertad. En el plano económico, es evidente el antagonismo entre los objetivos de crecimiento y redistribución, que no pueden satisfacerse a plenitud de modo simultáneo. En la búsqueda de lo único nos encontramos lo múltiple, como bien lo dijo Berlin: “El mundo con el que nos encontramos en nuestra experiencia ordinaria es un mundo en el que nos enfrentamos con que tenemos que elegir entre fines igualmente últimos y pretensiones igualmente absolutas, la realización de algunos de los cuales tiene que implicar inevitablemente el sacrificio de otros”.

Estos ejercicios de ensayo y error, de soluciones parciales y provisionales, son los que generan dudas sobre la validez, en muchas instancias, no en todas, de la idoneidad de las soluciones judiciales para los grandes problemas de la sociedad. Los jueces no negocian, como ocurre en la arena política; imponen soluciones bajo el principio de “cosa juzgada”, el cual, aunque no siempre, les impide volver sobre lo ya resuelto cuando los fundamentos de sus determinaciones han sido rebasados por nuevos conocimientos o circunstancias.           

Briznas poéticas. De José Emilio Pacheco, uno de los mayores poetas de Hispanoamérica: Desde mi adolescencia busqué oro (…) / y nunca hallé el metal. / Sólo monedas de cobre, piedras, huesos pulidos, baratijas. / (…) No perdí el tiempo. / La arena que escapó de entre mis manos / me dio el placer interminable: / el intento”.

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