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Y llegaron por Uribe…

El ataque audaz pero jurídicamente débil de la CSJ podría no ser el “jaque mate” que esperan, sino un ciclón que active el rechazo popular y ponga a la justicia en una tormenta como la que enfrenta por estos días la del Perú, con magistrados acusados por tráfico de influencias y manipulación de sentencias.

Germán Manga, Germán Manga
31 de julio de 2018

Como en El traje nuevo del emperador el famoso cuento del escritor danés Hans Christian Andersen,  José Luis Barceló, Luis Antonio Hernández y Fernando Castro, magistrados de la Corte Suprema de Justicia, andan en los últimos días sin ropas por la vida, dejando ver las vergüenzas, las miserias y la descomposición de un sistema de justicia que en los últimos años es el principal problema común que tenemos los colombianos.

El expresidente Álvaro Uribe no es simpático, ni divertido. Es beligerante, incisivo, temperamental y acumula muchos de los peores enemigos que pueda tener alguien en Colombia -las Farc, su sucesor en la presidencia Juan Manuel Santos, la izquierda nacional e internacional con sus implacables maquinarias de acoso legal y mediático, los paramilitares que extraditó, además de un muy nutrido grupo de periodistas y abogados influyentes en redes y medios-.

El llamamiento a indagatoria por la corte y el eventual encarcelamiento del expresidente suscitan euforia en esas filas, pero por sus antecedentes y rústica estructuración, por su esencia -en la cual no prevalece lo jurídico sino lo político-, por los personajes que involucra, por la forma como se produjo y comunicó, se revela como otro episodio bochornoso y repudiable del abuso y corrupción judicial que afectan a Colombia. 

Uribe es uno de los hombres más poderosos del país. Pero aquí y en cualquier lugar del mundo el poder real lo tienen quienes deciden sobre los bienes y la libertad de las personas. La Corte Suprema de Justicia, que ha sido su enemigo más constante y encarnizado desde sus años en la presidencia, se lo ha recordado constantemente. Desató una intensa ofensiva en su contra desde cuando se conocieron los detalles de un viaje a Neiva de casi la totalidad de los magistrados de las tres salas de la corte y sus esposas, el 9 de junio de 2006, a un homenaje al magistrado Yesid Ramírez Bastidas, quien había sido elegido presidente del alto tribunal. Se dijo que los dos vuelos chárter y los demás gastos del viaje fueron sufragados por un oscuro personaje, acusado de tener relación con personas vinculadas con el narcotráfico.

Las primeras acciones públicas de la confrontación se conocieron en octubre de 2006 cuando el magistrado Reyes expresó públicamente su rechazo por la decisión de la Corte Constitucional de avalar la reforma constitucional que permitió la reelección de Uribe y los alcances de la Ley de Justicia y Paz.  “La pelea hay que darla, y la vamos a dar a fondo”, anunció. Cumplieron a rajatabla. Su hermano Santiago, su primo Mario Uribe, los exministros Sabas Pretelt, Andrés Felipe Arias y Diego Palacio, los exsecretarios generales de la presidencia Bernardo Moreno y Alberto Velásquez, están en la zona Vip de la extensa lista de damnificados de esa pugna.   

Obligatorio ante los hechos de hoy, recordar el desfile de testigos presionados, comprados, acomodados y de falsos testigos que sustentaron varios de esos procesos. Las denuncias por parcialidad y falta de garantías. El contraste de resultados en la CSJ entre la “parapolítica” -más de 60 congresistas condenados- y la Farcpolítica -descalificaron las pruebas contenidas en el computador de Raúl Reyes, ningún condenado-, episodios todos que ameritan y reclaman un estudio profundo y sereno desde el derecho y la ética.  

El tránsito abrupto de denunciado a denunciante de un adversario radical y virulento de Uribe como Iván Cepeda -tan activo en las cárceles en busca de testigos-, colocar criminales como señuelos bajo el ardid de retractaciones y cambios de testimonio en busca de crear hechos punibles, permitir que un delincuente grabe a sus víctimas con un reloj de pulsera, filtrar piezas procesales a los medios, no son métodos ni procedimientos que eleven la majestad ni garanticen la imparcialidad de la justicia.     

Tampoco lo es activar la tormenta a pocos días de la posesión de Iván Duque, una decisión dirigida a ensombrecer su triunfo y la cosecha política de Uribe, quien además del plebiscito de 2016 ganó con grandes votaciones todas las elecciones realizadas este año -congreso, consulta, primera y segunda vuelta presidencial-. Sobrecoge además la mención de tanto nombre escabroso en las entretelas de esta historia –Caliche, Monsalve, Eduardo Montealegre, Leonidas Bustos-.

Son enormes para el país los costos de tener esta clase de justicia -la del “cartel de la Toga”, politizada, truculenta, vengativa-, que absolvió al financiador del mencionado viaje a Neiva y condenó a quince años de cárcel a María del Pilar Hurtado del Das y a once años a Mario Aranguren de la Uiaf, quienes en cumplimiento de su deber investigaron la infiltración de la mafia en las altas cortes.   

Difícil que el país acepte pasivamente que el nuevo orden de las cosas sea que ingrese al Senado Israel Zúñiga de las Farc, vinculado y condenado por la masacre de Bojayá y que Álvaro Uribe vaya a la cárcel, víctima de una maniobra como esta. Las elecciones agudizaron la pugnacidad y polarización en el país pero también mostraron y ratificaron dónde están las mayorías, por lo cual, el movimiento audaz pero jurídicamente débil de Barceló, Hernández y Castro podría no ser, al final,  el “jaque mate” que esperan, sino un ciclón que active el rechazo popular y ponga al aparato judicial en una tormenta como la que enfrentan por estos días jueces, fiscales y políticos de Perú, acusados por tráfico de influencias y manipulación de sentencias, donde ya comenzó la destitución de magistrados y un inminente proceso de reforma de la justicia por referendo.     

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