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LLANTO POR EL PESEBRE

Ahora basta con peloticas de icopor y con un Papá Noel de plástico que se cuelga en la ventana

Semana
20 de enero de 1986

El mejor de todos los meses, qué duda cabe, es diciembre. No es estrecho como febrero ni lluvioso como abril. La luz del día se vuelve de otro color, la gente es más amable, se despeja el cielo y cada persona tiene una especie de sonrisa en la cara.
Los huraños de marzo se convierten en cariñosos para esta epoca. Los hombres que en mayo sufrían de reumatismo andan ahora caminando por ahí con el paso resuelto de un atleta. Los cobradores que en junio acosaban a sus víctimas se olvidan de ellos en diciembre y los dejan descansar hasta el año entrante. Diciembre es tan especial que uno descubre en estos tiempos rasgos de simpatía incluso en los empleados de la Administración Nacional de Impuestos, los banqueros y los taxistas.
Lástima que diciembre no dure todo el año. El mundo sería mejor y la vida podría compararse con un milagro. Los reyes magos --que según parece ni eran tres, ni eran reyes, ni eran magos-- podrían pasearse con sus disfraces de carnaval aunque estemos en noviembre. La vaca del pesebre empezaría a pastar desde julio.
A propósito: se acabaron los pesebres. El facilismo gringo, esa tendencia a hacer que todo se vuelva práctico y rápido, está destrozando los pequeños placeres de nuestras vidas. La tecnología derrotó al sancocho hasta convertirlo en sandwich, las papitas de Boyacá ahora vienen en bolsas y saben a plástico, y la carne en posta de nuestras abuelas costeñas, que trabajaban laboriosamente durante tres días para preparar el plato, ha quedado reducida a una hamburguesa plebeya y bellaca, que se cocina en dos minutos.
Con el viejo y entrañable pesebre casero ha ocurrido lo mismo. Ya no hay imaginación ni tiempo para convertir tres piedras y un espejo roto en caminos de la antigua Palestina y en lagos donde retozan, en pacífica y ejemplar convivencia, los patos con los caimanes y las tortugas de yeso con las serpientes de trapo. En estos días también ha muerto la poesía del pesebre. Ahora es suficiente con comprar, en una supertienda, dos bolsitas llenas de bolas de icopor que simulan nieve, una nieve extraña y desconocida que nosotros si acaso habremos visto en el congelador de la nevera.
Cuando yo era niño, en cambio, la arquitectura del pesebre era una obra de arte hogareño. Papá, con sus fantasías orientales desbocadas, transformaba al conjuro de sus manos y de su amor unos pedazos de papel, pintados de verde, en colinas y valles, con ríos de celofán que correteaban entre ovejas de pasta.
Las nociones de tiempo y de espacio se perdían por completo. No era insólito descubrir un helicóptero de baterias colgado del bastón de San José o un tren de cuerda que pasaba frente al palacio de Poncio Pilato, en un hermoso anacronismo. Los pastores de Belén se paraban a la orilla del camino a ver el despegue de un jet que me habla puesto el Niño Dios en la nochebuena del año anterior.
No había, naturalmente, sentido de las proporciones, porque la poesia es enemiga mortal de la tabla de logaritmos. De modo que, a la hora de armar el pesebre, resultaba que el Niño era más grande que la Virgen María y que las mujeres eran más grandes que las casitas de cartón donde se suponía que vivían.
Los elementos más bellos del pesebre eran aquellos que no servían para nada. Los desperdicios de los meses anteriores. Los desechos caseros. Jamás en mi vida he visto un árbol más frondoso que la encina que mamá hizo con un trapero que perdió el trapo en Semana Santa. Tenía las copiosas ramas simuladas con una cortina que mis hermanas destriparon cuando andaban correteando por la sala. El reloj despertador, cuya cuerda había saltado en julio, se utilizaba ahora como nido de dos turpiales hechos con el papel crespón que me habla sobrado de un barrilete. Nadie hubiera sospechado que la hierba seca que devoraba el buey era en realidad la suela de un zapato tenis que se desbarató en agosto. Por la noche, a partir del 16 de diciembre, el padre Binicio Agudelo iba de casa en casa celebrando la novena. La hazaña consistía en que había que cargar, desde el altar de la iglesia, un armonio gigantesco y desafinado para acompañar los villancicos. Seis hombres lo llevaban en andas mientras el padre, haciendo cabriolas en lo alto de una silla, golpeaba las teclas. En aquellas calles polvorientas de San Bernardo del Viento, iluminadas por las estrellas incendiarias del verano, los muchachos descalzos, que no sabíamos en ese entonces lo que era una nana, cantábamos a grito pelado:
A la enanita enana,
enanita enana,
enanita eaaaa...
Mi Jesús tiene sueño,
bendito sea, bendito seaaaaa...
Las mujeres piadosas, desde las puertas de sus casas, nos lanzaban caramelos que provocaban un tumulto de espanto. Al pobre Harry Peinado lo descalabraron una noche en medio del revoltillo de confites, tierra, perros, madrazos y pedradas.
Ahora es muy distinto. Se agotaron la poesía, la fantasía y la dicha. Ahora basta con peloticas de icopor y con un Papá Noel de plástico que se cuelga en la ventana. La vida, que no perdona, lo arrastra todo. Hasta el pesebre. La vida, como decía De Greiff de la muerte, se va llevando todo lo bueno que en nosotros topa.--

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