Home

Opinión

Artículo

OPINIÓN

Lo bello y lo terrible

En el silencio quieto de la naturaleza, un silencioso estallido gris, blanco, redondo, como una flor de silencio sobre las torres frágiles como patas de araña y los pálidos y cúbicos volúmenes azules de la central nuclear.

Antonio Caballero
19 de marzo de 2011

Dice Rilke en una de sus Elegías de Duino que lo bello es el comienzo de lo terrible: aquel anuncio de lo terrible que todavía podemos soportar. Y dice Kant que lo sublime es lo terrible contemplado desde un lugar seguro: es sublime una tempestad en el océano vista desde la orilla y a prudencial altura, o la erupción de un volcán mirada desde una montaña suficientemente apartada. Acabamos de presenciar en el mundo entero, desde la seguridad de nuestras casas y a través del artilugio de la televisión, un espectáculo sublime, a la vez bello y terrible: el terremoto del Japón.

El terremoto propiamente dicho no lo vio nadie, pues ocurrió en el fondo del mar. (Se puede oír su ruido grabado en un sitio de Internet: un hondo y largo trueno creciente y pavoroso que dura y dura mientras en las pantallas se estremecen franjas de rayas de colores: dos angustiosos minutos de trueno interminable, incluso en el pasado). Pero el tsunami consiguiente, la inmensa ola que se alzó desbocada para venir de frente a reventar en las costas del Japón, lo vimos todos, una vez y otra vez, en las pantallas de televisión del mundo entero. La cresta blanca que empieza a estirarse y desplegarse ante nuestros ojos (ante nuestras cámaras: ¿las cámaras de quién? Todos los habitantes del archipiélago japonés, por lo visto, estaban filmando el cataclismo), larga, plana, impoluta, hecha de luz: todo el océano Pacífico que se nos viene encima al galope hasta el tremendo choque inevitable contra la tierra firme, cuando de un golpe se vuelve negra como tinta en un inextricable y espeso revoltijo de basuras y escombros y tejados y buques y trenes a la deriva, aviones destripados, remolinos de carros y bosques arrancados de cuajo, montañas de chatarra repentina que ruedan y se entrechocan como juguetes rotos en un silencio terrible. No se ven cadáveres. Algún sobreviviente en la azotea de un edificio. ¿Quién filma todo eso? Solo después se oirán ruidos y voces, gritos de auxilio y opiniones de técnicos y la narración melodramática de los presentadores de la televisión. Edificios que se derrumban como torres de naipes: de algo están hechas las frases hechas, y por eso han durado más que lo edificios, más que la Torre de Babel. Incendios repentinos en el aire diáfano. Ríos de fuego, un barco que flota inmóvil en un remolino gris de espuma. Y ese resplandor lejano de incendios que iluminan las representaciones medievales del infierno. Agua, tierra, fuego, aire: los cuatro elementos esenciales que distinguían los filósofos antiguos.

Y un quinto más ahora: la radiación nuclear.

Primero vimos las explosiones de los reactores nucleares desde muy lejos, en una bruma de la que no se distinguía si era humareda de incendio o neblina de invierno. En el silencio quieto de la naturaleza, azul, gris azulada, un silencioso estallido gris, blanco, redondo, como una flor de silencio sobre las torres frágiles como patas de araña y los pálidos y cúbicos volúmenes azules de la central nuclear.

Y nada que hacer. Mirar.

Bueno: y la belleza ya no estética, sino ética, de esos cincuenta técnicos de la central nuclear que van a dar su vida en la tarea de refrigerar los reactores ardientes para que la radiación no contamine el país entero, vestidos de escafandras.

Noticias Destacadas