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López y el Intercambio Humanitario

No puede descartarse que Samper esté utilizando el apoyo al acuerdo humanitario como una nueva tabla de salvación para su reencauche político.

Semana
14 de julio de 2007

El presidente Uribe no busca una solución, sino una victoria”.

Fue quizás el último diagnóstico del presidente López sobre el problema del intercambio humanitario en una entrevista con La W, pocos días antes de su muerte. Me hizo acordar de otra frase lapidaria, esta dicha por Álvaro Gómez, también días antes de que lo
mataran: “Ernesto Samper no se puede ir, pero tampoco se puede quedar”.

No hay duda de que el presidente López hizo consagratorio el último período de su vida al proponer fórmulas que permitieran liberar a los secuestrados de las Farc. Y al contrario de Samper, que aunque anda en la misma onda, uno nunca puede dejar de sospechar que está utilizando una nueva tabla de salvación para su reencauche político, López tenía una meta cuyo desinterés era absolutamente evidente: con su propuesta de apoyar un acuerdo humanitario, no tenía nada qué perder, pero tampoco nada qué ganar.

Gran conocedor de los protocolos de Ginebra, para el presidente López el acuerdo humanitario no debía tratarse con una óptica política sino jurídica. Es decir, aquí el problema no es quién gane o quién pierda, sino el de echarles mano a unos instrumentos jurídicos del derecho internacional que permitan que en una situación de guerra, como la que estamos viviendo con las Farc, se ponga por encima de cualquier interés político la vida de las personas.

Que un intercambio humanitario implique automáticamente el reconocimiento de la beligerancia de las Farc está descartado por los mismos protocolos de Ginebra. Y aliviar las condiciones de la guerra, en este caso para los secuestrados civiles o militares, no es contradictorio con la aspiración legítima de ganarle la guerra a la guerrilla.

López lo había entendido así: el acuerdo humanitario no debe estar atado a ninguna condición distinta, ni por parte del gobierno, ni por parte de las Farc, que la de intercambiar secuestrados por delincuentes detenidos en las cárceles, sin colocarse en el callejón sin salida de condicionar ese gesto al inicio de un proceso de paz o al cese de la guerra contra la insurgencia.

Unilateralmente, el Presidente ya hizo el gesto de liberar a unos guerrilleros, que era el temor más grande del gobierno y de la ciudadanía en cuanto a que un acuerdo bilateral en torno a un intercambio produciría automáticamente la desmoralización de las Fuerzas Armadas en su lucha contra las Farc.

Si se desmoralizaron o no, eso ya es un hecho. ¿Y si esta era la consecuencia más temida con respecto al intercambio, por qué no asumirla y echar para adelante?

Insisto en la frase que condujo a López hacia su tumba: aquí no se trata de sacar una victoria, sino de encontrar una solución. Una solución que ponga al Estado del lado de las víctimas inmediatas –porque todos somos víctimas– del conflicto con las Farc, porque es un deber constitucional y un deber a ojos del derecho internacional humanitario.

Tan claro lo tenía el ex presidente López, que nunca incurrió en la tentación de volver esa tesis un arma política de campaña del liberalismo contra el gobierno de Uribe. Fue muy cuidadoso en no politizar el acuerdo humanitario. También se cuidó mucho de convertir su tesis en una especie de justificación de los horrores que cometen las Farc para debilitar institucionalmente al Estado. Jamás promovió el acuerdo humanitario como el reconocimiento de una derrota del gobierno frente al chantaje de las Farc.

Por eso insistió tanto en que se trataba de dos caminos separados. Veía el acuerdo humanitario como una operación autónoma que categóricamente no era un preludio hacia la paz, sino un acuerdo para aliviar las terribles condiciones de los cautivos de las Farc. “No se trata de la paz, ni de ponerle fin con este acto a la situación existente, sino de aliviar la condición de los civiles no comprometidos en la guerra o de los propios cautivos o prisioneros, a través del canje –no me gusta el término–: a través del intercambio de prisioneros entre el gobierno y quienes están alzados en armas”. Y volvía a insistir en ello: “Esto no es, de ninguna manera, un acto de capitulación del Estado frente a la insurgencia”.

No pudo ver convertida en realidad la prioridad de proteger los derechos de las víctimas, a la que tanto énfasis le puso al fin de sus días: una semana antes de su muerte, su último acto público fue el de ponerse una camiseta blanca y salir de la mano de Yolanda, la madre de Íngrid, el día de la marcha nacional contra el secuestro. “Esta crisis hizo crisis”, dijo el día en el que las Farc asesinaron a los diputados del Valle.

Lo mínimo que podemos hacer como homenaje a su última batalla es pedirle al presidente Uribe, de nuevo, una reflexión.

Esta guerra contra las Farc continúa, y debe continuar. Pero ella puede humanizarse. 

ENTRETANTO... ¿No son en su mayoría los avisos funerarios de los periódicos, cuando se produce la muerte de un colombiano ilustre, una gran galería de la lagartería?

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