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LOS ENCARGOS

Semana
23 de mayo de 1988

El diccionario de la Real Academia de la Lengua, con todo el peso que le confiere su autoridad y sus respetables tradiciones, dice que la palabra encargo significa dos cosas: es la acción de encargar algo y, al mismo tiempo, la cosa encargada.
Lo que pasa, naturalmente, es que los señores académicos españoles, que suelen ser unos ancianos venerables atacados por la caspa y el catarro, no tienen la costumbre de correr riesgos viajando por estas tierras ardientes, recorriendo los dominios tropicales del idioma, viajando entre el paludismo y los caimanes para escuchar a la gente.
Si alguna vez lo hubieran hecho, y si en su periplo les tocara una escala más o menos extensa en Colombia, entonces descubrirían que para los habitantes de este país el encargo no es solamente una palabra escrita en cuatro líneas del diccionario, sino una de las costumbres más arraigadas en el alma nacional, como las discusiones políticas, los reinados de belleza, las competencias ciclísticas y las polémicas sobre la reforma constitucional.
Colombiano que se respete, y que se ufane de serlo, es un encargador compulsivo, por hábito, por o perder la costumbre, por no irrespetar las tradiciones. El colombiano encarga aunque no nesesite lo que esté encargando. Cuando un amigo de uno va a viajar, aunque sea a otro barrio y por media hora, de inmediato sus allegados le arman visita. Nadie le desea buen viaje pero todo el mundo le encarga cachivaches, motetes, cosas inútiles.
El otro día una señora amiga mía estaba en Miami y una prima suya, que vive allá, le preguntó: "¿Tú tendrías algún incoveniente en llevarle a mi hermano un reloj que me encargó?". Mi amiga, creyendo que el sentido común impera en Colombia, pensó rápidamente que un reloj se echa al bolsillo, se guarda en una cartera, se mete en un rinconcito de la maleta, que no hace bulto ni estorba, y como un pequeño favor no se le niega a nadie, dijo que sí sin muchos reparos.
Grave error que estuvo a punto de causarle un colapso. A las pocas horas tocaron a la puerta de su habitación. Abrió y casi se va de bruces: cuatro hombres, vestidos con esos overoles que usan los obreros gringos, cargaban una caja más grande que un ataúd. Ella trató de insinuarles, en su español salpicado con cuatro palabras inglesas, que se habían equivocado de dirección.
Los hombres, que como buenos gringos no oyen a nadie ni hacen caso a lo que uno les dice, siguieron para adentro cargando el armatoste. Detrás de ellos, por fortuna, venía su prima, un poco enrojecida por la verguenza, y le explicó de qué se trataba. Era un reloj, claro, pero de pared y pedestal. En realidad, era una columna de dos metros de alto que su hermano le había encargado para tapar un muro de la sala que quedó de lo que antes había sido una chimenea.
En materia de encargos, el colombiano es tan descarado que no piensa en la incomodidad del que lleva el encargo. La verdad es que los encargadores ni siquiera necesitan ser amigos ni conocidos de la víctima a la que le hacen el encargo. Una noche, en una fiesta, un periodista conoció a un médico. Le dijo, para excusarse por su retiro del ágape, que debía madrugar porque el día siguiente viajaba a España. El médico, poniendo una cara de palo incomparable, le contó que él había estudiado en Madrid. "A propósito -dijo el doctor- usted es la persona precisa para hacerme un favorcito".
El caballero pretendía, nada menos, que el viajero le trajera una puerta de madera para el baño de su casa, "igualita a una que yo traje cuando regresé de la universidad, pero tuvimos que romperla porque se perdió la llave". El periodista, sin dar crédito a lo que estaba oyendo, lo miro con la misma seriedad con que una cucaracha mira a la gallina que se la va a devorar. "No te alarmes -insistió el doctor, para calmarlo. En el almacén, que queda a un ladito de la Plaza Mayor y se llama 'Todohogar', te la dan empacada en dos cajas de cartón". El periodista dio la espalda y se fue sin despedirse.
Los colombianos no dan dinero para que les compren el encargo pero encargan de todo. Una tía mía quería que yo le trajera de San Andrés un vidrio de dos pulgadas de grueso, para remplazar el que había roto la sirvienta en una mesa de comedor para doce personas.
Esta manía de encargar es la que explica una costumbre que la gente del resto del mundo no entiende: por qué, cuando un avión está a punto de partir hacia Colombia, el aeropuerto se llena de cajas. Las cajas, especialmente las de cartón son una especie que se está extinguiendo en todas partes. Ahora se usan unos contenedores metálicos, grandes o pequeños, según las necesidades, o maletines de todos los tamaños.
Ya no quedan cajas en ninguna parte del mundo, salvo, como es natural, que un colombiano vaya a viajar de regreso a su país. Deben ser magos. Yo no sé cómo diablos hacen para conseguir algo que desapareció. Entonces no se puede caminar por el aeropuerto, que se llena de cajitas, cajas, cajones. Los empleados de las aerolíneas pierden la paciencia. Los pasajeros de otras latitudes nos miran como marcianos. Pero es que los colombianos traen sus encargos en cajas de cartón...

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