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Los injertos

Semana
11 de junio de 1990

"La más grande de las virtudes humanas es la curiosidad" (Aristóteles)
Nunca me lo han preguntado, pero si alguien me pidiera el nombre del personaje histórico al que me hubiera gustado conocer, y al que me hubiera gustado hacerle una entrevista, respondería sin titubeos: Leonardo de Vinci.
Pero no me refiero al Leonardo que pintaba con la fresca maestría del Renacimiento, el autor de la enigmática sonrisa de La Gioconda, de la Ultima Cena o de ese rostro doloroso y vivo de Juan el Bautista. Tampoco estoy pensando en el genio de la arquitectura y de las monumentales obras públicas.
Era físico, ingeniero, escritor, filósofo, músico. Fue, sin duda, el talento más portentoso de su época y una de las alturas más admirables que ha logrado escalar la inteligencia humana. A mí, sin embargo, el Leonardo que me apasiona es ese hombre curioso, inquieto, travieso. El que invento algo tan sencillo como el tenedor de mesa -el trinche, como dicen en Monteria- y al mismo tiempo algo tan fascinante como las bases científicas del moderno helicóptero.
Admiro sin reservas a los inventores, a los que buscan, a los que escudriñan el universo, a los que nunca estan tranquilos, a los espíritus audaces. Es por eso que me causan maravilla esos personajes de bata blanca que, en los viveros de la Sabana de Bogotá, se pasan la vida inclinados sobre una macetera, haciendo mezclas e injertos, inventando variedades de plantas. Es gente que le lleva la contraria a la naturaleza y se empecina en cambiarla.
Algo de poético y de deicida hay en esas personas. Mi padre era así. Recuerdo que una vez injertó un tallo de guayabo y uno de papayo. Lo que logro producir, en medio del asombro de la familia que no entendía muy bien lo que él estaba haciendo, fue una guayaba enorme, medio fofa, de un color rosa pálido, que no sabía a nada pero era muy bonita. "Las guayabas de Don Juan" se volvieron famosas en San Bernardo del Viento. Lo grave es que el árbol de aquella mezcolanza estaba situado al pie de la mesa del comedor, a la que daba sombra, y cuando uno estaba en lo mejor del almuerzo caía en el plato una de esas guayabas con cara de papaya, y la gente quedaba salpicada de sopa.
Otro caso histórico, que ha pasado a los anales del pueblo, es el de mi tío Ramón, el único miembro de la familia que heredó la injertología de papá. Mi tío es un hombre inteligente e inquieto que resuelve todos los crucigramas, y en cierta ocasión se le metió en la cabeza el embeleco de escribir el primer diccionario del mundo con índice. Cuando iba por la letra "D" decidió que mejor cambiaba de propósito.
- Voy a hacerle un gran bien a la humanidad -dijo un mediodía radiante de marzo, con cara de iluminado.
-¿Y eso? -le preguntó sin interés María Abdallah, su mujer, que estaba limpiando el arroz de la comida.
- Voy a injertar una mata de marañon con otra de aguacate -dijo él.
- ¿Qué buscas tú con esas locuras? -dijo su mujer, ya intrigada.
- Aguacates más cómodos -respondió mi tío. Con la semilla por fuera.
La gente pensó que estaba loco, naturalmente, porque la vulgaridad ambiental jamás ha entendido a los inventores, ni a los poetas, ni a los soñadores. Confieso que yo también comencé a creer que mi tío andaba mal de la mollera el día en que anunció ante el pueblo, mientras jugaba un partido de billar, que había inventado el aire acondicionado, pero al revés.
Resulta que mi tío había llevado el primer aparato acondicionador de aire que se veía en el pueblo.
Lo compró de segunda mano en Cartagena. Pero, inquieto como siempre, lo empotró en la pared, invertido, con el hirviente termostato hacia adentro y el refrigerador para el lado de la calle. De modo que, a partir de entonces, él y su mujer se asaban de sofocación en la soledad del dormitorio, soplándose con un abanico de paja, mientras los muchachos del vecindario, dichosos, berrochaban en medio del frío de la acera.
- Ramón acaba de inventar el frío -dijo, como si fuera una sentencia, la señora Pachita, que era tan dicharachera.
La gente empezó a criticar a mi tío. Y a burlarse de él. Le decían que era el único ser humano que invertía plata para sentir más calor y para que otros, los extraños, aprovecharan la sabrosura del fresco. Le aconsejaron, como se habrán imaginado ustedes, que corrigiera el equívoco y pusiera la máquina al derecho.
- Eso es lo que haría cualquiera -dijo mi tío, con acento de ofendido. En cambio, ¿dónde han visto ustedes un pueblo costeño con las calles frías?
Mi tío tenía razón. Era un soñador. Un día de estos les cuento la historia de aquella vez en que invento un piano sin teclas...

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