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LOS MANDARINES

LO PEOR DE LA REFORMA:LA SOGA QUE PONE AL CUELLO DE LOS MOVIMIENTOS INDEPENDIENTES.

Semana
9 de diciembre de 1996

Grosso modo, el presidente Samper registra, a estas alturas de su mandato, un 70 por cierto de opiniones desfavorables. En Colombia, donde los presidentes estuvieron siempre rodeados de cierta aura de respeto y aceptación, este porcentaje, que sería apenas preocupante en otras latitudes, representa un récord de impopularidad. Sin embargo, entre nosotros, hay una rama del poder público más desprestigiada que el jefe del Ejecutivo: el Congreso. Su credibilidad no llega hoy, en las encuestas de opinión, sino a un irrisorio 10 por ciento. Si algún Fujimori colombiano decidiera cerrarlo, tendría probablemente al 80 por ciento de sus compatriotas, o más, aplaudiéndolo. Todos cuantos asistimos, hace tres semanas, al foro organizado por la Anif, tuvimos de semejante aversión un sorprendente y estrepitoso indicio. Ocupaba la tribuna Juan Manuel Santos. Hablaba de la guerra irregular que libra en Colombia la subversión y de la manera como el Estado podía ganarla. Su análisis, por cierto, era excelente. Citó como ejemplo a Fujimori, tomando del presidente peruano lo que consideraba imitable (marco y recursos legales, reformas a la estructura de las Fuerzas Armadas, aumento del pie de fuerza, creación de grupos de autodefensa y tribunales especiales contra la subversión, etc.) pero dejando de lado lo que democráticamente no podía ser lícito. Por ejemplo, el cierre del Congreso. Y fue entonces, para sorpresa del orador, cuando estalló un jubiloso aplauso en aquel vasto salón, repleto de ejecutivos, de profesionales y periodistas. Pues a todos lo que más les gustaba de Fujimori era precisamente eso: que hubiese cerrado el Congreso.Me apresuro a decir que yo no aplaudo a Fujimori. Tampoco, en ese aspecto, el propio Santos. (La prensa nuestra, tan superficial, sólo retuvo de su exposición, injustamente, esa expresión: fujimorazo.) Es un problema de principios. De haber triunfado, nuestro amigo Mario Vargas Llosa Habría sido igualmente enérgico en sus medidas contra la subversión y tal vez más eficaz, porque en vez de una salida dictatorial habría puesto de su lado el rigor implacable de la ley.Dicho esto, creo también que el Congreso colombiano no representa a la Nación. Es apenas la expresión de nuestra desprestigiada clase política, esta versión tropical de los antiguos mandarines. No es ni sombra de lo que fue en otros tiempos. Hay allí, es cierto, un grupo minoritario de hombres y mujeres valerosos y admirables, que representan la franja de opinión libre, dentro de un océano de profesionales del clientelismo que practican diversas formas de venalidad, desde las más comúnmente aceptadas como norma de ejercicio político (cuotas burocráticas, uso de dineros públicos con fines electorales) hasta la complicidad con el narcotráfico. Un parlamentario de este corte es ante todo un magnífico empresario electoral que sabe cómo hacerse elegir una y otra vez, sin que en esta labor jueguen mayor papel ideas, convicciones o principios. Para ello ha logrado, en zonas rurales, lo más extraordinario: corromper al elector, que espera algo, aunque sea una camiseta, por su voto.Severamente cuestionado por la mayoría de la opinión, el Congreso toma ahora la revancha con apoyo del gobierno, que comparte con el Organo Legislativo la impopularidad. A pupitrazo limpio se aprueba en la Cámara la ley contra los noticieros de televisión, que han sido muy críticos con el presidente Samper, y una reforma constitucional que busca reencauchar al clientelismo político de muy diversa manera. Así, se modifica el calendario electoral para que los barones electorales, que sólo jugaban un papel determinante en las elecciones del Congreso, puedan influir ahora, con todo su peso, en las elecciones presidenciales. Y lo más grave: con el pretexto de fortalecer los partidos, se pone una soga asesina al cuello de los movimientos políticos ocasionales o independientes.En Colombia todos, o casi todos, somos liberales o conservadores por herencia. Son dos partidos decimonónicos, sin vértebras ni militancia organizada. Se trata de un signo de identidad política que nos llega con el primer biberón. Tal patrimonio, más emocional que otra cosa, no excluye, no excluyó nunca, nuestra adhesión a movimientos que surgieron siempre, dentro o por encima de los partidos, como propuestas de renovación política frente a las gastadas maquinarias. Tal fue el caso del gaitanismo, del MRL, del Nuevo Liberalismo, de la Nueva Fuerza Democrática, del Movimiento de Salvación Nacional y del propio M-19. Pues bien: impidiendo que se pueda participar a la vez en un partido y en un movimiento de este género, el Congreso legisla no sólo contra una realidad histórica, que nos viene de muy lejos, sino contra el perfil de la nueva sociedad colombiana, cada vez más joven, más porosa, más libre, más ajena a los aparatos ortopédicos de los partidos.Se trata, pues, de una reforma profunda y visceralmente regresiva, erigida para dar respiración artificial al desmedrado universo político colombiano y a su hombre providencial, formado en sus astucias y manejos de prestidigitación: un presidente acorralado y, por ello mismo, dispuesto peligrosamente a usar su poder como un garrote para terminar su mandato y sentar luego en su silla al más fiel de sus amigos.

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