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LOS NOMBRES BELLOS

Semana
30 de julio de 1990


Lo primero que la gente suele hacer, cuando lee las bobadas que yo escribo en esta página, es suponer que San Bernardo del Viento no existe, que un nombre tan hermoso tiene que ser un alarde de la imaginación y que debe quedar en un rincón del aire, donde vuelan las nubes.

Algunos, como el ex presidente Belisario Betancur, llegan al extremo de publicar crónicas completas en los periódicos, sobre ese tema, insinuando que el bautizo de ese pueblo bendito es un invento mío. Se trata de una broma, naturalmente, y agradezco de todo corazón que alguien piense que yo puedo tener el talento que se necesita para darle ese nombre a una localidad.

El otro día, mientras echábamos cuentos, un editor de libros me preguntó si yo era capaz de describir a San Bernardo del Viento en dos páginas. Le dije que ni en dos ni en doscientas. No quiero ni intentarlo siquiera. Es suficiente con imaginarme el pueblo, después de veinte años, al otro lado de un río pastoso entre las espigas de arroz, dormido en la taza de caldo del mediodía.

La aldea fue fundada hace 250 años por Gabriel de Seoane, que era español, debía ser cura y tenía apellido catalán. Mi madre dice que era un jesuita. Lo único cierto, y lo que ha logrado comprobarse históricamente, es que Seoane y varios compañeros suyos viajaban en una pequeña embarcación, una balandra vieja, entre Cartagena y Panamá.

Llevaban a bordo una estatua de madera de San Bernardo, el famoso abate de Clarabal, en Francia, el doctor de la Iglesia que escribió aquella oración que empieza así: "Dios te salve Reina y Madre". Iban a entronizar la imagen. La brisa de barlovento, que arrastra ahogados y caracuchas, y que destaza cocoteros en la playa, les hizo perder el rumbo. Quedaron al garete cerca de Isla Fuerte.

Un amanecer luminoso, cuando ya habían perdido la esperanza de sobrevivir, la brisa los empujó a la playa. Recalaron cerca de Punta de Piedra, donde está el peñasco en que los piratas ingleses enterraban sus tesoros y donde se perdieron muchos hombres buscando la silla de oro.

Allí mismo, en la playa, cerca de las bocas del río, entre bandadas de guazalés de plumas de colores, pusieron la estatua del abate, levantaron un par de bohíos, cristianaron a los indios caribes y, agradecidos con la ventisca que les había salvado la vida, le pusieron un nombre al nuevo caserío: San Bernardo del Viento.

Cada vez que alguien me expresa su admiración por un nombre tan singular, yo contesto que me he ido aficionando, con el paso de los años, a coleccionar los nombres más bellos que andan perdidos por ahí, en mapas y geografías, en los recovecos de Colombia.

Cerca de esa misma región, un poco más allá de las vegas del río Sinú, hay un municipio, donde los indios tuchines fabrican los sombreros de vueltas, que se llama San Andrés de Sotavento. Y en la misma zona se encuentra San Francisco del Rayo. Era muy poética la costumbre de los conquistadores españoles de mezclar el santoral con los fenómenos de la naturaleza.

Hay una capital de departamento que tenía, en sus orígenes, este nombre interminable y bello: Ciudad de los Santos Reyes Magos del Valle del Cacique Upar. La costumbre, el uso y las prisas de la vida moderna la dejaron convertida, sencillamente, en Valledupar.

La ciudad de Honda, arteriada de puentes, surcada de rios, en el departamento del Tolima, fue fundada con el nombre admirable de San Bartolomé de las Palmas. Cerca de Lorica, en un recoveco del camino, hay un pueblecito que en mi época se llamaba Gallinazo. Era un homenaje al animal humilde que se come la carroña. Alguien, por un falso sentido del pudor, tuvo la mala ocurrencia de cambiarle el nombre y ahora se llama Antonio Nariño.

Por los rumbos de Pinillos, al sur del departamento de Bolívar, donde el río Magdalena se vuelve torrentoso, hay un paraje solitario, habitado por pájaros y por algún caimán que logró escapara la perversidad humana. Se llama El Playón de los Limones Dulces. Y en el Caquetá, entre la manigua tupida, en medio de los sollozos de la selva y del murmullo de las quebradas, alguien tuvo la idea afortunada de bautizar a Belén de los Andaquíes. Suena como si fuera un verso.

En los montes de Cumaral, en las praderas del Meta, por donde crece la palma de moriche, hay un charco grande que se llama La Lagunilla del Agua Cristalina. San Antonio de los Leones, con su nombre de rugido, en una región donde jamás han visto león alguno, queda en jurisdicción de Jesús María, en las breñas bravas de Santander.

Los nombres hermosos abundan. Sólo hay que buscarlos. El arroyo de la Lloradera es un paraje de El Difícil, en el Magdalena, cerca de donde las compañías petroleras explotan el gas natural. El Llanto de la Lagartija es un pequeño caserío en inmediaciones de San Andrés, también en Santander. Y como si fuera poco con todas estas maravillas, en la cordillera Oriental, a pocos kilómetros de Abrego, en Norte de Santander, hay un pico que se llama El Llanito Junto al Cielo.

Pero el nombre más bello, el que más me gusta, el que me hace sentir dichoso, el que me pone la carne de gallina, es el de una pequeña fuente acuática, en la parte más dura de la montaña, entre el Caquetá y el Amazonas. Se llama (¡Virgen Santísima!), se llama La Ciénaga de las Muchachas Hermosas. Yo me bañaría ahí, aunque me ahogue.

Por eso , cada vez que alguien , con aire de cartógrafo, me pregunta dónde queda San Bernardo del Viento, yo respondo, de un modo invariable:

-Queda en algún lugar del corazón...

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