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Los nuevos yerbateros

Antes los culebreros, curanderos y yerbateros estaban en las ferias y plazas de mercado. Ahora hacen su perorata y su robo por la radio

Semana
5 de diciembre de 2004

Aunque es hijo de médico, hermano de médico, padre de médicos y tío de médicos (o quizá por eso), y aunque también los médicos lo hayan salvado dos veces de la hoya (o a lo mejor por eso), un querido amigo mío, Aguirre, tiene siempre en la boca un par de sentencias contra los doctores. La primera es de Voltaire: "La medicina es el arte de entretener al paciente

mientras la naturaleza lo cura". La segunda, más radical, es de Jardiel Poncela: "La medicina es el arte de acompañar con palabras griegas al sepulcro".

Creo que estos aforismos, en tiempos de la medicina precientífica, no podían ser más ciertos. Los médicos, hasta el siglo XIX, y en cierto sentido hasta bien entrado el siglo XX, mataban más de lo que curaban. A Bach lo mató un oftalmólogo; a Balzac, un dietista. Incluso uno de los padres de la medicina moderna, el doctor Semmelweis, en uno de sus primeros estudios lo que demostró fue que se morían más parturientas en manos de obstetras que de comadronas.

Hoy en día, aunque la medicina sigue siendo un arte que aspira a la condición de ciencia, los aforismos preferidos de Aguirre tienen ya mucho de injustos. Al menos la medicina que intenta basarse en datos verificables y no en sensaciones, la denigrada medicina científica, a veces consigue esos milagros que antes eran tan solo patrimonio de los santos: curar un cáncer, sanar a un leproso, pegar una mano, hacer ver a los ciegos, oír a los sordos, caminar a los tullidos, respirar a los tísicos, etc.

Pero al lado de esta medicina que arduamente trata de abrirse camino por entre una maraña de prejuicios, hechicería y supersticiones, aquí y en todo el mundo pelechan las mal llamadas 'medicinas alternativas' (pues ni son una alternativa y de medicina tienen poco). Yo mismo, hasta la llegada del Seretide Diskus (esta es una cuña que Plaxo no me paga) y del neumólogo Ortega, me curaba el asma al estilo de Proust: largas temporadas en la cama, masajes con alcanfor, bufandas en la garganta, agujas en las orejas y gotas homeopáticas. Según los ciclos agudos o leves de la enfermedad, le atribuía mis breves mejorías a uno u otro curandero, a una esencia floral o caca de cucarrón, pero tarde o temprano los bronquios volvían a su terquedad de no dejar pasar el aire. Hasta la maravilla del Seretide Diskus, que no me cura, pero me suprime los síntomas y al menos no me mata.

En mi ciudad acaba de morir un gringo bueno, Paul Bardwell, una de las personas que más ha hecho por la cultura en Medellín. Hizo del Centro Colombo Americano (a pesar de las bombas imbéciles de la guerrilla) un oasis de buen cine, buen arte, buenas bibliotecas y buenos cursos. Era una persona silenciosa y emprendedora, que se quedó en Colombia pese a las advertencias del Departamento de Estado. Si alguien quiere conocer un proyecto cultural serio, rentable, beneficioso, que difunde bienestar sin hacer ruido, vaya a la esquina de El Palo con Maracaibo en Medellín a ver la obra de Paul Bardwell.

Cometió Paul, creo yo, un solo error: al sentirse enfermo, como quería tanto a su tribu local, se puso en manos de la medicina alternativa, quizá por exceso de amor. En ese tipo de medicina (la que practica el presidente-candidato Uribe), se cumple la sentencia de Voltaire: sólo sirve para distraernos mientras la naturaleza nos cura. Siempre y cuando la dolencia no sea grave, actúa como un placebo. Cuando la cosa es seria, hay que tener la inteligencia de García Márquez: por mucho que apoye a Cuba y por mucho que quiera a su amigo Fidel (y admire los logros médicos de la Revolución), prefiere que lo traten en Los Ángeles que en La Habana. Paul, en vez de hacerse curar en su natal Massachusetts, se puso en manos de 'alternativos' locales. Pero bueno, su dolencia era tan grave que a lo mejor ni en Los Ángeles lo habrían curado.

Mientras escribo esto, por la radio, oigo el programa de una médica alternativa. Habla de las maravillas de la aleta del tiburón. Dice que me mandarían a mi casa, por sólo 45.000 pesos, dos frascos de jarabe de aleta de tiburón. Sostiene, impertérrita, que este brebaje previene el melanoma y cura el cáncer de páncreas (si Paul lo hubiera sabido.). Como prueba pregunta que cuándo se ha visto un tiburón con melanoma. Dice que si llamo en los próximos tres minutos me regalan también un extracto de Noni Uno A, que no cura el sida, pero lo mejora.

Es curioso, antes los culebreros, curanderos y yerbateros estaban en las ferias y plazas de mercado. Ahora hacen su perorata y su robo por la radio. Maravillas de la tecnología, que nos acerca al mundo del engaño. Pero tal vez lo verdaderamente incurable seamos los humanos: nos gusta creer en lo imposible, nos embelesa la magia de las curaciones instantáneas y nos encanta dejarnos seducir por los parlanchines. Les queremos creer, y pasamos por alto lo evidente que es el lucro fraudulento de su negocio y los motivos de sus patrañas.

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