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Odio (3)

Colombia no ha enfrentado al mayor de sus demonios: la misoginia, de la cual el machismo es tan solo su principal síntoma. Machistas en este país somos todos, en mayor o menor medida y sin diferencia de género.

Alonso Sánchez Baute, Alonso Sánchez Baute
15 de noviembre de 2017

No recuerdo un año como este en el que tantas mujeres colombianas se hayan alzado con el protagonismo en las artes nacionales. Primero fue la literatura, donde la escritora Patricia Engel subió al podio del Premio Biblioteca de Narrativa con Vida. Luego el trabajo de una documentalista, un género de poca visibilidad en el país, se llevó todas las palmas de la crítica y los flashes de los medios. Amazona se llama la película de Clare Weiskopf, la cual además ganó el premio del público en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Cartagena. Y ni hablar de todos los elogios que desde la apertura en Madrid de su última exposición sigue cosechando Doris Salcedo, el artista plástico nacional más importante actualmente (“el”, porque cubre por igual a hombres y mujeres). Hay más, pero el espacio es corto.

Pero, como si el destino quisiera borrarlo todo de un codazo y recordarnos que las mujeres deben regresar a “su sitio” en la cocina, de repente apareció la lista de invitados a un evento nacional de escritores en París, todos hombres. Hay muy buenas escritoras en el país, pero el solo hecho de tener que recordarlo es prueba, precisamente, de que en muchos casos se les ha negado el suficiente reconocimiento. Si no es la primera vez que sucede, ¿por qué seguimos entonces atollados en lo que debería haber sido corregido? Quizás porque el problema va mucho más allá de las responsabilidades frente a este hecho concreto, y tiene raíces tan profundas y extensas como las de un caucho cartagenero.

Colombia no ha enfrentado al mayor de sus demonios: la misoginia, de la cual el machismo es tan solo su principal síntoma. Machistas en este país somos todos, en mayor o menor medida y sin diferencia de género. La misoginia va mucho más allá y revela una aversión enfermiza; una desconfianza irracional que se puede sentir incluso por la persona que más se ama. Es un odio que nace en un miedo ancestral, profundo y denso hacia lo femenino; hacia todo lo que se tiene por blando, por frágil, por quebradizo. El hombre necesita entonces demostrar al extremo justo lo contrario (y algún día habrá que hacer un estudio profundo y serio sobre la participación de este rasgo en el conflicto político nacional, o al menos tenerlo en cuenta al preguntarnos el por qué de la imposibilidad del diálogo o el por qué la agresividad en la conversación: la guerra como espacio de demostración de la masculinidad). En muchos casos la mujer también, para ser respetada, debe hacer a un lado su propia feminidad.

El miedo profundo a lo femenino no solo lleva a la negación de la mujer. También ha acostumbrado al colombiano a no expresar sus afectos, y menos en público, al creer que eso lo hace vulnerable o que lo feminiza en cuanto es una aceptación tácita de su capacidad de sentir. Sin embargo, contrario a esos miedos, las muestras de afecto no tienen nada que ver con la sexualidad sino con la incapacidad de reconocer otras formas de masculinidad.

El tema, en fin, da para largo análisis. El debate del evento en París debe dar pie a otro igual de serio y profundo sobre por qué el país sigue sosteniendo ese rasgo en su carácter que tanto daño nos hace. Esto sería realmente lo valioso. Dejarlo en la anécdota sería perder una gran oportunidad.

@sanchezbaute

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