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¿Maltrato en las fuerzas militares? ¡Qué va!

Danilo Rojas, de DJS, recuerda a lo que fue sometido cuando prestó su servicio militar y propone iniciar una política que invierta la cultura de maltrato existente.

Semana
27 de febrero de 2006


La reciente noticia acerca del maltrato padecido por soldados en el Batallón Patriotas de Honda (Tolima) –cuyo antecedente hecho público más cercano fue el padecimiento sufrido por el cadete hijo de un general, a manos de otro más antiguo y también hijo de general– vuelve a poner sobre el tapete un secreto a voces: el maltrato padecido en el interior de las fuerzas militares, tema que debe ser debatido pública y conjuntamente, quizá con la eficacia de la capacitación en derechos humanos que recibe la institución castrense. No será ésta la última vez que algo semejante ocurra, no ha sido tampoco la primera, ni es un patrimonio exclusivo del Ejército colombiano, sino de todos los ejércitos del mundo.

Cuando presté servicio militar en el desaparecido Batallón Miguel Antonio Caro, sucedió que el día de la “schuler” –la severa peluqueada del recluta– yo estaba en la enfermería, de modo que durante una semana –mientras volvía el peluquero al batallón– fui el único recluta con pelo largo y tuve que padecer dos castigos a manos del subteniente Pinzón: uno fácil y otro difícil. Mi teniente llegaba todos los días a la hora de la formación principal y, al paso que revisaba el pelotón al que pertenecía, me jalaba el pelo y me espetaba alguna palabrota. Yo no podía hacer nada porque estaba en posición de firmes, tal como me lo habían enseñado.

Pero, no contento con eso, el caradura de Pinzón –siempre encabezando el cuadro de honor, ganado a punta de gritos y amenazas a los reclutas que comandaba– decidió imponerme un castigo ejemplar que, con el paso del tiempo, supe que era uno de los predilectos de los oficiales y los suboficiales encargados de acorazar el espíritu de los reclutas, de modo de poder resistir la dureza de cualquier situación que eventualmente el soldado de la patria tuviese que enfrentar en caso de guerra.

El castigo era sencillo, pero duro: se trataba de presentarse a la guardia del Batallón cada hora durante la noche y durante una semana. Así, el recluta Rojas se paraba firmes cada hora, desde las 7 de la noche hasta las 5 de la madrugada, debidamente uniformado –escudos e insignias brilladas y botas lustradas a la “americana”–, ante el comandante de guardia a la entrada del Batallón, quien debía firmarme el cumplido de la orden para presentársela muy temprano a Pinzón. A la cuarta noche, mi teniente me quitó el castigo, cuando vio la dificultad que tenía para estar firmes durante los tres conteos diarios que se hacían de todo el personal.

Nada comparado con lo ocurrido a los soldados del Batallón Patriota, ni con las patadas que vi repartir a mis compañeros reclutas por cuenta de sus superiores, ni mucho menos con los maltratos sicológicos que también han recibido muchos soldados de la patria, como los que muestran las películas gringas, ni mucho menos con lo que de hecho ocurre en los cuarteles y jamás saldrá a la luz pública.

Este tipo de situaciones pone de presente al menos dos cosas sobre las que hay que llamar la atención. Parece que el maltrato al interior de la fuerza pública tiene bastantes indicadores que llevan a pensar que se está ante una realidad a la que las altas jerarquías castrenses deberían pararle bolas. Es posible que todo policía o militar o ex miembro de tales instituciones tenga alguna “anécdota” que contar y es posible que la misma tenga todos los ribetes de un maltrato.

Lo que ocurre es que, parafraseando a Hannah Arendt, hay una suerte de banalización del maltrato, lo que hace que mis tenientes y mis sargentos vean en una patada o en una amenaza o en una impronta en la piel con un hierro ardiendo –para los efectos, sería lo mismo– poco más que pruebas de resistencia y formación del carácter en un soldado. Y lo que es quizá peor: el acto del maltrato incorpora un efecto perlocucionario que hace ver la queja de la víctima como una fruslería, incluso como una niñería.

Y por allí se cuelan dos cosas que se retroalimentan de manera perversa: de un lado, el mutismo de la víctima, y de otro, el envalentonamiento del victimario, relación que todo lo que hará es facilitar la repetición ad aeternum de situaciones semejantes, pues la víctima impotente no tendrá otra forma de tramitar su dolor que infligiéndolo a otro, y así, se frotará las manos a la espera del nuevo recluta, con el beneplácito de todos.

No hay que ser demasiado perspicaz para intuir que el soldado así formado –como un hombrecito– está listo para agredir con facilidad aun a sus propios ‘lanzas’, reproduciendo el problema con estímulos aversivos; con mayor razón le será fácil agredir a sus “enemigos”, sean estos militares de otros bandos (bandidos) o ciudadanos de a pie. Con una cultura militar de ese corte, no hay mucho apoyo que esperar de las familias de las víctimas y, por extensión, de la población que sigue atenta los acontecimientos.

Nada mal le hará a la fuerza pública, a propósito de las últimas denuncias conocidas, revisar sus procedimientos y tener la valentía de iniciar una política que invierta la cultura de maltrato existente. Se conocen avances importantes por la vía de la formación que recibe la fuerza pública en materia de derechos humanos, pero es claro que hechos como los que denuncia hoy la prensa ponen en entredicho la eficacia de tal capacitación.

Por encima de las consecuencias inmediatas generadas para algunos altos mandos militares afectados en la coyuntura por la decisión del presidente Uribe, cuya evaluación, por cierto, está aún por hacerse, en el interior de la fuerza pública se necesita actuar con más imaginación y audacia, pues se trata de derrotar algo nada despreciable como es una costumbre inveterada, consolidada por años y, sobre todo, instalada en la siquis militar. Como el espíritu castrense es proclive a los eslóganes de todo tipo para afirmar sus credos, un buen comienzo de cambio debería incluir uno del siguiente o parecido corte: “maltrato de general lo doy por degenerado”.

"El Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (DJS) fue creado en 2003 por un grupo de profesores universitarios, con el fin de contribuir a debates sobre el derecho, las instituciones y las políticas públicas, con base en estudios rigurosos que promuevan la formación de una ciudadanía sin exclusiones y la vigencia de la democracia, el Estado social de derecho y los derechos humanos"
 
 
Danilo Rojas es Miembro fundador de DJS  y Profesor Universidad Nacional




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