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Crónica de un proceso en crisis

La Mesa dejó de ser un espacio de reconciliación para convertirse en un espacio de la confrontación hostil que vive el país.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
20 de junio de 2015

Como nunca antes, la crisis se siente de manera implacable en los rostros de los negociadores de ambas delegaciones de La Habana. Los días en que unos y otros se saludaban con cierta naturalidad por los pasillos del hotel Palco de La Habana se esfumaron. Hoy lo que se percibe es una tensión, que frena los ímpetus y que les pesa cuando sus miradas se tropiezan y a regañadientes se saludan.

Uno no sabe si ese ambiente tan enrarecido que se detecta por estos días en La Habana es porque se avanzó lo suficiente como para haber llegado a los temas más neurálgicos y definitivos, o si es porque se retrocedió en lo que ya se había avanzado. Hay desazón en el ambiente y más confusión que claridad. Y aunque ninguna de las partes filtra lo que ha sucedido en estos días en el ciclo que acaba de comenzar, es evidente que las discusiones han estado marcadas por una especial crispación.

Pero no solo hay rostros ensimismados que se miran sin mirarse luego de tres años de negociación. También hay síntomas más profundos que denotan cuán honda es la crisis que se vive en el proceso de paz en La Habana.

El primero, y más preocupante, es que la Mesa de La Habana se ha convertido en el reflejo de la polarización del país. Es decir, la Mesa dejó de ser un espacio de reconciliación para convertirse en un espacio de la confrontación hostil que vive el país. De la tesis según la cual la guerra no iba a afectar la negociación, pasamos al escenario en que la guerra y su parafernalia permearon finalmente a la Mesa hasta atraparla en su dinámica. 

Los hechos violentos de la guerra -como el asesinato de los militares en el Cauca perpetrado por las FARC y que produjo la reactivación de los bombardeos- tienen un impacto cada vez mayor en La Habana. A tal punto han incidido que la máxima según la cual las negociaciones deben avanzar a pesar de la guerra es ya una premisa agotada que merece con urgencia ser revisada. Y aunque ambos lados, gobierno y FARC, le dicen a uno que quieren desescalar el conflicto, da la impresión de que ninguno sabe en realidad cómo hacerlo porque a ambos les queda muy difícil frenar este caballo de la guerra.   

Otro síntoma preocupante que detecté en La Habana es que luego de tres años de negociaciones, en la Mesa parece haber más campo para la desconfianza que para la confianza. Evidentemente para la Mesa no es fácil desarmar esos odios heredados ni deshacer de un día para otro las prevenciones que se han ido construyendo durante más de 50 años de guerra. Pero luego de tres años de negociaciones sí sorprende el escaso nivel de confianza que se ha ido construyendo entre las delegaciones. Y si ese tipo de ambientes no se propician desde la Mesa, las posibilidades de que este proceso avance son cada día más remotas. Sin esos escenarios de generación de confianza entre las partes, la paz será siempre una quimera. La confianza, no hay que olvidarlo, es el único activo real que tiene un proceso de paz.

No es un secreto que el proceso de paz está enfrentando su peor crisis y que su fragilidad es bastante alta. Estamos expuestos a que en cualquier momento, un horror de la guerra pueda hacer volar el proceso en mil pedazos y dejarlo herido de muerte.

Sin embargo, las crisis también traen su lado constructivo: invitan a la reflexión y a que los enemigos históricos recurran a la imaginación política para salir de las viejas ataduras y darle paso a las propuestas audaces. Y por lo que pude constatar en mi último viaje a La Habana, tengo la impresión de que si no se pasa a la audacia y se le da rienda a la imaginación política, este proceso de paz no va a llegar a ninguna parte.

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