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¿El poder para qué?

Santos tiene que convencer al país de que el tema de la justicia en el proceso de paz de La Habana no es jurídico, sino político.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
1 de agosto de 2015

El presidente Santos tiene solo tres años para cambiar los paradigmas que se han ido enquistando en la sociedad colombiana frente al proceso de paz que se lleva a cabo en La Habana con la guerrilla de las FARC.  Y debería invertir el poder que le dio el pueblo colombiano cuando lo reeligió para que hiciera la paz en Colombia, en cambiar  ciertas percepciones que impiden comprender lo que realmente significa para los colombianos un proceso de paz como el que se adelanta en La Habana.
   
El primero de los paradigmas que habría que derrumbar tiene que ver con la percepción equivocada de que este proceso está hecho solo para las FARC, bajo la premisa también errónea de que los únicos responsables de este conflicto son las guerrillas. Es decir, que cuando se habla de la justicia transicional y se insiste en que los máximos responsables condenados por  delitos de lesa humanidad sí deben tener penas privativas de la libertad y no pueden aspirar a ningún cargo público,  se está hablando solo de Timochenko y compañía y no de los militares que cometieron falsos positivos bajo el gobierno de Uribe, ni de los políticos que se aliaron con los paras para acabar con la UP en los ochenta, ni de los empresarios del campo que financiaron a los paramilitares en los noventa.
 
El primero en intentar derrumbar ese paradigma curiosamente no fue el presidente Santos sino el expresidente César Gaviria, cuando hace seis meses le recordó al país que una negociación concebida solo para las FARC podría dejar por fuera “a miles de miembros de la sociedad civil, empresarios, políticos, miembros de la rama judicial que de una u otra manera han sido también protagonistas de ese conflicto y que tienen muchas cuentas pendientes con la justicia”.

La sinceridad y el pragmatismo con que el expresidente Gaviria reconoció verdades que el establecimiento aún se niega a admitir en público, no se la entendió el país  y su mea culpa naufragó en medio de la marea crispada de la polarización. Sin embargo, hoy hay que reconocerle que el expresidente tenía razón en los escenarios que planteó y  que su propuesta  de extender la justicia transicional a los no combatientes, que de alguna manera fueron financiadores, auxiliadores de los paramilitares o de los guerrilleros por intimidación o por beneficios electorales, va en el camino correcto para restablecer la simetría que debe tener el proceso.

Desde la otra orilla del conflicto, el asesor de las FARC Enrique Santiago, en la entrevista que le dio a SEMANA hace unos días, coincidió con lo que ya había expuesto Gaviria. Los dos están de acuerdo en que si se quiere aplicar la tesis de los máximos responsables esta no se le puede aplicar solo a las FARC porque sería como pretender sostener una silla en una sola pata.  El problema es aún más complicado, porque mientras la sociedad tiene claro quiénes son los máximos responsables del lado de las FARC, no hay claridad sobre cuáles son los máximos responsables por parte del Estado y de la sociedad civil. Y yo me temo que esa va a ser una discusión que se va a zanjar  por las vías políticas, no jurídicas.

Lo cual me lleva a señalar el desafío más grande que Santos tiene que enfrentar en estos tres años que le quedan de gobierno: tiene que convencer al país de que el tema de la justicia en el proceso de paz de La Habana no es un tema jurídico, sino político.  Es decir, que el proceso no se define por si  Timochenko va a la cárcel o si va a una  sin barrotes ni piyamas rayadas, sino por la capacidad de encontrar en la sociedad un mínimo consenso sobre cómo finalizar de raíz este conflicto. Y para que eso sea posible, la gran mayoría de los protagonistas de este conflicto deberán asumir sus compromisos de no repetición ante sus víctimas y resarcirlas con la verdad a cambio de un tratamiento generoso de la ley. ¿Hasta dónde debe ir esa generosidad? Eso lo debe determinar la propia sociedad sin que exceda los límites permitidos por la Corte Penal Internacional. En otras palabras, el país debería prepararse para una amnistía no total pero sí generosa de todos los actores del conflicto.  Pero también debería prepararse para ver a las FARC haciendo política porque no hay un proceso de paz en el mundo que se haga para que los insurgentes terminen en las cárceles.

Esa no sería una paz con impunidad como diría Uribe sino una paz consensuada y legítima, con altas dosis de verdad, de reparación a las víctimas y con un mínimo de justicia para los condenados por delitos de lesa humanidad.  ¿El poder para qué? Para utilizar el liderazgo y cambiar esta sociedad y sus paradigmas.  Un proceso que no los cambie tampoco nos sirve.