Opinión
Mascarada siniestra y relato
Cuando desaparece el compromiso del liderazgo con el Estado de derecho, las instituciones son inútiles.
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En Venezuela hace dos décadas que no rige el Estado de derecho. De hecho, el control total de las ramas del poder público se encuentra en manos del dictador Maduro. Al tal punto está consagrada la dictadura en el vecino país, que su constitución consagra y habilita expresamente.
Tendencias
La existencia de un poder judicial, una organización electoral o una asamblea legislativa son una mascarada en Venezuela.
La realización misma de la elección del 28 de julio fue otra mascarada. Una farsa en todas sus etapas. La inhabilitación de María Corina Machado, la exclusión de la población en el exilio, la asimetría de cobertura de prensa, los recursos públicos usados por Maduro, al fin de cuentas todo lo sucedido, desde la programación y postergación del calendario electoral —e incluso desde antes— era claramente una manipulación grosera, sin vocación real de prosperidad en términos de transparencia y respeto de la voluntad popular.
Todo mascarada, todo simulación.
Es inevitable formular dos interrogantes severos: ¿Por qué era pertinente para la dictadura realizar elecciones que iba a manipular y cuyo resultado no pretendía respetar, sino consagrar al tirano?, ¿por qué, a pesar de todas las evidencias de falta de sinceridad y ausencia total de espíritu democrático del régimen de Maduro, se le creyó al proceso electoral, tanto en la comunidad internacional como en la población venezolana?
Herederos de la tradición tiránica soviética, preservada y actualizada por el aparatchik cubano que controla grandes porciones del estado venezolano, Chávez y Maduro celebran los rituales electorales en la misma forma en que mantienen la farsa de la separación de poderes.
Sin embargo, no parece razonable. ¿Por qué asumió la dictadura todo el desgaste de realizar las elecciones, de darle espacio y oxígeno político a la oposición y de arriesgar, como ahora, la rebelión justificada de los ciudadanos engañados?
La primera razón parece geoestratégica. Todo el proceso, incluyendo los acuerdos incumplidos de Barbados, apuntaron y lograron el relajamiento de las sanciones económicas por parte de Estados Unidos. Una meta significativa que, aprovechando la credulidad, fingida o real, de los Estados Unidos, ha —sin duda— alimentado la capacidad de lucha de la dictadura que la potencia del norte pretendía socavar con largos años de sanciones. De encime, Estados Unidos entregó a uno de los más perversos operadores del régimen como Alex Saab.
El engaño era tan evidente que queda la duda sobre cuál fue la verdadera intención de los Estados Unidos. ¿Existe algún oscuro cálculo de las burocracias del Departamento de Estado detrás del levantamiento de las sanciones? En las fantasías del interés nacional de Washington, el sacrificio del pueblo venezolano, incluido el riesgo agravado de un aumento de inmigración, puede justificarse en cualquier migaja de ventaja sobre China y Rusia en la región.
Otro objetivo esencial es la estructuración del relato. La izquierda marxista mundial requiere de la pantomima de las elecciones para mantener su coherencia. De allí, incluso, la mitología de que —hágame el favor— el sistema electoral era el mejor del mundo. A esta mitología, replicada en nuestro país como acto de fe por todo el liderazgo del Pacto Histórico, se le agregan otras como las de la interferencia de poderes externos, la calificación de fascistas a la oposición y el mito mayor: el de que la gente vive divinamente con Maduro, que la pobreza es mínima, que la horrible emigración no existe y que la libertad no les hace falta a los venezolanos.
Y en ese mundo de fantasía, como en Cuba, en la antigua cortina de hierro o en Rusia, las elecciones cumplen con la condición nominal que le permite a la democracia popular de corte soviético declararse como democracia, apropiándose del término, así en la realidad no existan ninguno de sus elementos ni se cumplan sus principios.
Y el poder del relato, sumado a la desesperanza, también explican nuestro segundo gran interrogante. Como en toda relación entre victimario y víctima, se construye un nexo psicológico perverso. La subordinación marcada por la crueldad y el cinismo deriva habitualmente en la confusión de las víctimas. La desesperanza se combate con la ilusión. Por ello es difícil culpar a la población venezolana por participar con ilusión en el único espacio democrático en años. Prefieren engañarse y entregarse a la ilusión de que el régimen por fin reconocería la voluntad popular, a pesar de que no existía ninguna señal positiva y, por el contrario, se sumaban las negativas.
Los países vecinos y lejanos, con interés o sin él, han preferido creer, no con base en un cálculo elaborado como el de los gringos, sino por una mezcla de convencimiento y vergüenza. Porque el vergonzoso estado de cosas de Venezuela hiere el prestigio de las naciones latinoamericanas, degrada la dignidad humana de sus propios habitantes y asusta a sus gobernantes ante la amenaza de una nueva ola de migración de desesperados.
Los venezolanos están solos. Quienes reclaman que la civilidad y la sumisión rijan la insurrección, le hacen el juego a la siniestra dictadura y su infame represión. Quienes como Petro protegen y justifican al abusador, recibirán sus recompensas de silencios y apoyos, pero deberán pagar el costo electoral de su infamia. Sus relatos no los salvarán.