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Mejor dudar que saber

Ya no estamos en el momento de los estados nacionales. Estamos en manos de conglomerados transnacionales.

Semana
12 de abril de 2008

Leyendo en estos días un extraordinario ensayo de Montaigne sobre la educación de los niños, me encontré con un verso de Dante que me sirve para empezar este artículo. Está en el undécimo canto del Infierno, y dice así: “Che non men che saver, dubbiar m’aggrata”, que en español sería, “No menos que el saber, me gusta la duda”, o bien, en un endecasílabo más literal, “No menos que saber, dudar me agrada”. Los hombres de ideas fijas detestan la duda, y están tan convencidos de su verdad que los dudosos les parecemos unos tibios tan repugnantes que merecemos ser vomitados. Así lo dicen los Legionarios de Cristo, basados en una cita del Evangelio: “los quiero fríos o calientes; tibios, los vomito”.

Y bien, aun al precio de parecer un vomitivo, frente al TLC, me voy a declarar tibio, o mejor todavía, dubitativo (porque dudar me agrada). Ni hirviente como el senador Jorge Enrique Robledo, ni helado como el ex ministro Jorge Humberto Botero. Hasta hoy, siempre había evitado opinar sobre el TLC, ante todo porque no soy economista, pero también porque tanto los que están a favor como los que están en contra me convencen de que el tratado es bueno (o malo) para Colombia. Los argumentos de unos y otros me parecen igualmente válidos y también igualmente impredecibles: lo que valen, sólo lo dirá el futuro.

Hay una idea rara sobre los escritores: del radio, de los periódicos, de la televisión, nos invitan a opinar sobre cualquier cosa: sobre los accidentes de aviación, sobre la violencia intrafamiliar, sobre la anorexia, sobre la clonación, sobre el sida, sobre el sexo la infidelidad los toros el canibalismo… No hay mes que no me pase: “Señor Abad, lo estoy llamando para preguntarle sobre el eclipse de Luna”. “Señor periodista, yo no sé nada de eso, ¿por qué no llama a un astrónomo?” “Es que a los astrónomos nadie los conoce”. Pues es que a uno no le deben preguntar porque sea conocido, sino por ser un experto. Lo que pasa es que también la información se ha vuelto de farándula.

Si para mí la economía es una ciencia oculta, y los vaticinios sobre los efectos del TLC me resultan más oscuros que las previsiones de los astrólogos, ¿qué puedo decir sobre este asunto? Cuando leo las catástrofes que nos anuncia el senador Robledo si el Congreso norteamericano llega a aprobar el TLC, me convence y me alarmo. Creo que estamos al borde del abismo y que el hambre devastará nuestros campos como una plaga bíblica. Después leo a Rudolf Hommes o a Jorge Humberto Botero y me entero de los prodigios que produce el libre comercio, y los ríos de leche y miel que correrán por el país, y me froto las manos de felicidad por las maravillas que, gracias a una firma de Bush, están a punto de llovernos del cielo.

Por lo general la gente no sopesa argumentos, sino que pasa las cosas por el tamiz de su ideología. Si creo en Marx, el TLC es nefasto; y maravilloso si creo en Adam Smith. Por sentido común, y sin ponerme el uniforme de ninguna ideología, yo que soy escéptico (o tibio) y no creo en Marx ni en Adam Smith, supongo que el TLC será bueno para algunos empresarios y sus empleados (maquiladores, exportadores de frutas y de flores, confeccionistas) y pésimo para otros: laboratorios de medicinas genéricas, fabricantes de alimentos, pequeños agricultores, buscadores de patentes botánicas. ¿Para los bancos? No sé. ¿Para los escritores? A mí me parecería humillante pedir un “proteccionismo literario”, como poner cuotas de “escritores colombianos” y ponerles aranceles y moratorias a los productos literarios extranjeros. Al menos en mi profesión estoy a favor del comercio libre de libros, aunque nos invadan con best-sellers gringos.
El TLC genera furias, sudores, ansias. Parece que con él o sin él (dependiendo para quién) se nos viene encima el fin del mundo.
 
Colombia ya lo aprobó, salvo que la Corte tenga un parecer contrario, y ahora estamos en manos del Congreso gringo. ¿Lo aprobarán? Yo apostaría lo siguiente: si les conviene económicamente a los grupos de presión más importantes en Estados Unidos, se aprobará. Si no se aprueba será porque en la negociación Colombia logró meter algunos goles. Lo bueno y lo malo del capitalismo es que no tiene hígados: piensa en el provecho, y no en el provecho de las naciones, sino en el de las empresas que tienen más influencia. No creo que los estadounidenses vayan a negar un tratado que les convenga económicamente. Si no lo firman no será por los sindicalistas muertos, sino porque no les conviene.

Y lo que pienso, sobre todo, es que ya no estamos en el momento histórico de los Estados nacionales y la soberanía de los países. Estamos en manos de inmensos conglomerados trasnacionales que mueven más dinero que los mismos Estados. Son ellos los que deciden. Se acerca el día en que no seremos gringos o colombianos, sino empleados de Google o de Microsoft, de Sony o de Shell, de Telefónica o de Planeta. ¿Dónde nacimos o dónde vivimos? Eso será lo de menos. Si yo fuera sindicalista, en todo caso, preferiría ser empleado de gringos o de franceses que de colombianos. Y no me citen ahora los casos de Coca-cola o de Nestlé, porque los dos son mentira.

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