Home

Opinión

Artículo

OPINIÓN

Democracia directa

La democracia representativa es indispensable, así para eventos extraordinarios convenga acudir directamente al pueblo. Necesitamos un mejor parlamento para el diario ejercicio de la política. Plebiscitos y referendos no pueden sustituirlo.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
20 de septiembre de 2018

Para honrar a sus compatriotas caídos en la Guerra del Peloponeso -siglo V antes de Cristo- Pericles pronunció un célebre discurso en el que trazó los fundamentos de un nuevo sistema político en el que los súbditos, a la vez, gobiernan. Allí se lee que en los atenienses está arraigada “… la preocupación de los asuntos privados y también de los públicos; y estas gentes, dedicadas a otras actividades, entienden no menos de los asuntos públicos. Somos los únicos, en efecto, que consideramos al que no participa de estas cosas, no ya un tranquilo, sino un inútil”. Para que este nuevo sistema pudiese funcionar era menester el surgimiento de ágoras (foros en la antigua Roma) que son grandes espacios idóneos para la deliberación del pueblo. Sus ruinas aún existen.

El experimento ateniense no prosperó; pasaron siglos antes de que la democracia volviera a surgir en 1688 con motivo del derrocamiento de Jacobo II, Rey de Inglaterra. A partir de entonces, los monarcas o presidentes no gobiernan con autonomía; sus potestades están acotadas por el parlamento, que, en aquel entonces, integraban los estamentos nobiliarios, y hoy los representantes del pueblo.  La proclamación de la Constitución de los Estados Unidos en 1787, y el triunfo de la Revolución Francesa un par de años después, consolidaron la democracia indirecta o representativa.

La crisis generalizada de los partidos políticos y la creciente capacidad de los ciudadanos para movilizarse con autonomía ha dado lugar al resurgimiento de los mecanismos de la democracia directa, tales como los referendos, plebiscitos y consultas populares que la Carta del 91 consagra. Esa posibilidad se ha visto, ya en los tiempos que vivimos, potenciada por las tecnologías digitales. De hecho, el voto electrónico ha comenzado a utilizarse en algunos países; su uso se volverá masivo en la medida en que las tecnologías de identificación de los votantes, por el iris del ojo o cualquier otro medio, ganen plena credibilidad.

Este resurgir de la democracia directa tiene argumentos a favor y en contra. La participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, tal como lo señalaba Pericles, tiene enorme valor, pero necio sería negar que someterles asuntos complejos les impone cargas que desbordan los conocimientos de la mayoría. Si se indagaran, por ejemplo, los móviles de quienes votaron el plebiscito de paz con las FARC seguramente quedaríamos anonadados: muchos votaron por fidelidad a Santos, otros a Uribe; pocos leyeron ese farragoso documento, y, menos, lo entendieron.

Un plebiscito para prohibir el fracking, por ejemplo, sería una insensatez; hasta donde puedo saberlo, el tribunal de la ciencia no ha pronunciado su veredicto, aunque si se intentara los prejuicios existentes podrían excluir una modalidad de extracción de hidrocarburos, que, manejada con cautela, podría sernos valiosa. Y si se nos ocurriera plantear por la vía electoral la duplicación de los salarios y la congelación de los precios, el voto a favor sería, casi con certeza, abrumador. Los riesgos de inflación y desabastecimiento pasarían, para muchos, desapercibidos.

Un segundo factor adverso a la democracia directa es el riesgo de manipulación de los ciudadanos por un gobierno con tendencias populistas. Fue lo que hizo Napoleón III en la Francia del siglo XIX. Para darle una pátina de democracia a un régimen despótico realizó múltiples referendos. Es lo que siempre han hecho, con éxito, los partidos populistas cuando detentan un poder hegemónico.

Sin embargo, la limitación más clara de la democracia directa es su carácter binario: se vota Sí o No - las alternativas intermedias están excluidas- con lo cual se pierde la posibilidad de los debates que son indispensables para encontrar soluciones intermedias. Desde esta perspectiva, la superioridad de la democracia indirecta, cuyo corazón es el parlamento, es incuestionable. Binaria y, además, polarizante es la democracia directa: para que unos ganen otros tienen que perder.

Contra este telón de fondo vale la pena examinar al menos un aspecto de la consulta reciente promovida por el partido Verde. Su éxito demuestra que la lucha contra la corrupción tiene una jerarquía alta entre los ciudadanos, que en notable número y por su propio impulso acudieron masivamente a las urnas. Sin duda, una prueba contundente de la madurez creciente de nuestro sistema político.

La reducción generalizada de salarios de los parlamentarios, que podría justificarse si estos fueren excesivos tomando referentes objetivos de comparación (o para conjurar ciertas prácticas abusivas que no alcanzo a comentar), se ha planteado, sin lógica alguna, como una medida para combatir la corrupcion. El supuesto implícito es que todos los miembros del Congreso, sin excepción alguna, merecen castigo por corruptos. Nadie se salva. Y como la medida se extendería a quienes integran el estrato superior de los funcionarios del Estado, habría que decir, sin vacilación alguna, que quienes hoy ocupan esas posiciones son unos corruptos; y que sus sucesores deben aceptar esos emolumentos reducidos para que no vayan a incurrir en la tentación de corromperse. ¿No es todo esto delirante?

No hay duda de que necesitamos un Congreso más transparente, objetivo que puede cumplirse de mejor manera mediante iniciativas distintas a la estrategia punitiva planteada en la reciente consulta. Una de ellas consiste en reducir drásticamente el número de congresistas; un Senado de 60 miembros y una Cámara de 100 (son meros ejemplos) los haría más visibles y, tal vez, más eficientes. Otra podría consistir en la creación del expediente legislativo electrónico para clausurar las muchas oportunidades de corrupción que el trámite legislativo en papel genera; si las leyes en formación estuvieran en la nube podríamos opinar en tiempo oportuno y vigilar que los textos no sean adulterados. Y otra más: nada impide prohibir que las tesorerías de las campañas políticas realicen movimientos en efectivo, y ordenar la publicación diaria, durante los periodos electorales, de ingresos y egresos.

Briznas poéticas. Franz Kafka, alma sumida en el pesimismo: “En teoría existe una posibilidad de felicidad perfecta: creer en lo indestructible que hay dentro de nosotros y no aspirar a ello”.