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Melcocha sentimental

¿Significa 'llegar a un acuerdo' que todos queden felices? No, todo lo contrario, significa que queden insatisfechos, incluso rabiosos, pero en paz

Semana
8 de diciembre de 2003

Leyendo al gran novelista israelí, Amos Oz, he caído en la cuenta de algo muy importante: hay que desconfiar de los predicadores del amor, aunque parezca que siempre tengan la moral de su parte. Ante el famoso eslogan parisino, "Hagamos el amor y no la guerra", Oz propone una consigna más pesimista, pero quizá menos irrealizable: "Hagamos la paz, no el amor".

Como por cultura somos inevitablemente cristianos ("amaos los unos a los otros"; "ama a tu prójimo como a ti mismo"), tendemos a prodigar un amor que en realidad no sentimos, a proclamar una hermandad que se acaba estrellando contra la pared, porque resulta que los seres humanos somos más complejos y menos buenos que esas proclamas, y como ni siquiera entre hermanos somos capaces de portarnos como hermanos, mucho menos aún lo conseguimos con nuestros prójimos de Ruanda, Indonesia y Afganistán.

Observa Oz: "Pienso que un ser humano, al menos por mi experiencia, puede amar a diez personas. Si es generoso, puede amar a veinte personas. Un ser humano afortunado, muy afortunado, puede ser amado por diez personas. Si es afortunado en grado sumo, puede ser amado por veinte personas. Si alguien me dijera que ama a Latinoamérica o al Tercer Mundo o a la humanidad, sería poco convincente para ser real". Al menos si uno se toma la palabra amor seriamente, según lo que en realidad quiere decir, no de dientes para afuera sino de verdad verdad, ¿a cuántas personas estaríamos dispuestas a darles lo mismo que les damos a nuestros hijos? Tal vez a los padres, a la novia reciente o al esposo añejo, quizá a los hermanos. A algún amigo excepcional. O por una sola vez, y según un complejo mecanismo de remordimiento cósmico, a algún perfecto desconocido. Salvo algunos santos, los comunes mortales no vamos mucho más allá. En ningún país, en ninguna cultura, en ninguna religión.

Basta viajar a un "país hermano" (México, Venezuela) para notar lo lejos que nuestros hermanos están de nosotros y lo distantes que nos sentimos nosotros de nuestros hermanos. Ellos nos cuentan sus dramas con Fox o con Chávez, y nosotros si mucho nos rascamos la cabeza, sin que el drama nos provoque verdadero dolor o conmoción. Nosotros les contamos de la guerrilla y los paramilitares, y ellos si mucho se rascan la cabeza, pero no parecen ni están consternados. Que cada cual se las arregle como pueda. Por eso las declaraciones de países y de mandatarios vecinos (ni hablar de los lejanos) rara vez van más allá de las buenas intenciones. Así como nos duele más que nuestra hija pierda un dedo a que una niña desconocida en Jamaica pierda el brazo, así mismo a nosotros nos interesa tanto el problema de los zapatistas en Chiapas como a los mexicanos el de los paramilitares en Urabá. Si mucho nos interesa por las analogías que el asunto con nuestras propias angustias.

Amos Oz, que lleva 40 años comprometido con el problema de palestinos e israelíes, prefiere abordar el problema de la paz entre ellos con una aproximación pragmática y realista, que no intenta ocultar las discrepancias ni envolver el asunto en la melcocha sentimental de las buenas intenciones, el amor entre los hombres o la bondad de fondo de todos los corazones humanos. Es más escéptico y más desconfiado, por lo que piensa que lo menos malo es "llegar a un acuerdo, a un compromiso". ¿Significa esto que todos queden felices? No, todo lo contrario, significa que los dos bandos queden infelices, insatisfechos, incluso rabiosos, pero en paz. No apela a la retórica del amor, sino a la del compromiso: yo cedo, tú cedes, y ambos renunciamos al ideal, a las ideas absolutas de justicia perfecta y perfecta armonía sobre la tierra.

Eso no existe. Ni en los matrimonios, ni entre los países, y tampoco en los conflictos internos de un país. Existen intereses y fuerzas en conflicto (en Colombia, en Israel) y en tales casos se puede elegir la opción fanática de pelear hasta las últimas consecuencias, hasta la muerte, o bien se puede llegar a un acuerdo en el que ambas partes quedan descontentas, pero en paz. La ilusión de arrodillar y humillar al contrincante, cueste lo que cueste, lleva a una radicalización que termina en la lógica del exterminio: hay que fumigar al adversario. En este caso la muerte es la señora. También la ilusión del pacifismo ("hagamos el amor y no la guerra") no lleva a ningún lado, pues si el contrincante no es pacifista, entonces simplemente te extermina a ti. Hay que contener las agresiones, quizá responder algunas, y al mismo tiempo buscar no el amor entre los que se odian, sino el pacto, el compromiso.

''Un acuerdo, dice Oz, no es una capitulación, no es poner la otra mejilla al rival o a un enemigo o a una esposa, sino tratar de encontrarse con el otro en algún punto a mitad de camino. Y no hay acuerdos felices: un acuerdo feliz es una contradicción". Así que es mejor dejar de predicar el amor, el perdón, la hermandad y las concesiones. La tierra no es el cielo. Y es mejor un acuerdo insatisfactorio (siempre lo son) que una guerra perpetua. ¿Justicia o muerte? No: mejor un poco menos de injusticia y vida.

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