Home

Opinión

Artículo

OPINIÓN

Lo que Petro dijo

Si es cierto que el Ejército cumple un papel importante como es la defensa de la soberanía nacional, no podemos negar que en su cuerpo de oficiales, suboficiales y administrativos hay tantos lunares como manzanas podridas puede tener un canasto.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
24 de abril de 2018

Mi vieja creía que solo éramos piezas en esa enorme tabla de ajedrez que es el Universo. Creía que ya veníamos designados para llevar a cabo una misión encomendada por el Creador. En el fondo, se identificaba con las teorías de los antiguos griegos –aunque nunca hubiera leído a Homero o a Sófocles— de que el destino era una línea recta que, por mucho que intentáramos evadir, al final tropezaríamos. Algo así como la tragedia de Edipo cuya vida estaba escrita en algún antiguo pergamino y que por mucho que sus padres lo entregaran a un viejo campesino y a su mujer para que el hecho final no se consumara, los dados del destino estaban echados.

Nunca confronté a mi vieja al respecto, y no porque aceptara a pie juntillas sus creencias, sino porque no quería estropearle la imagen de ese paraíso idílico al que llegarían los creyentes después de abandonar este mundo. Lo anterior parecía estar consignado en letras doradas en algunos adagios populares como “el que nace para policía, del cielo le cae el bolillo”, o “al que le van a dar, le guardan”, o “por mucho que madrugues, el sol no sale más temprano”, todos encaminados a demostrar que éramos marionetas de una gran fuerza superior que había trazado los lineamientos de lo que seríamos para siempre.

Cuando niño, las oportunidades para los jóvenes cartageneros en los barrios populares no existían. No había sitios de recreación en sectores como Lemaitre, Siete de Agosto, Santa María Canapote o San Francisco, ni programas gubernamentales dirigidos a incentivarles el amor por los deportes o la lectura. Eran más los chicos que no asistían a la escuela que los que asistían, y más aun los que se empleaban en cualquier trabajo para ayudar a sus padres que los que recibían la oportunidad de matricularse en una escuela pública. Algunos, con la sola primaria, gestionaban su ingreso al Ejército Nacional para ser soldados de la patria y así obtener la libreta militar que les permitiera conseguir un empleo de vigilante; otros, con el cartón de bachiller, buscaban la forma de hacer parte de la gloriosa Policía de Colombia. Muy pocos alcanzaban el sueño de ingresar a la única universidad pública que tiene la ciudad: la centenaria Universidad de Cartagena, donde para lograr un cupo era necesario tener gatos hidráulicos, como solíamos decir, para ser tenido en cuenta y no ser eliminado de la lista de aspirantes a la hora de seleccionar los grupos, pues lo que menos importaba en esa selección era si el puntaje del Icfes estaba en la categoría superior, o muy superior, porque el asunto era de rosca.

Así que la proliferación de vagos y bandidos en nuestros barrios, abandonados por la mano de Dios y del Estado, no era cuestión del destino, como seguramente pensaba mi vieja, ni de la falta de voluntad de los muchachos, sino de la ausencia de iniciativas de las autoridades de la ciudad, de políticas serias del Gobierno central y de unos congresistas que pensaban en todo, menos en las personas que los elegían para ocupar una silla en el sagrado recinto de la democracia.

El caldo de cultivo para la violencia estaba servido. Muchos conocidos terminaron engrosando bandas delincuencias, otros se marcharon para La Guajira a sembrar marihuana, o a cuidar cultivos en la Sierra Nevada de Santa Marta. Muchos no regresaron, ya sea porque los mataron o, simplemente, echaron raíces. Otros, se enrolaron en la guerrilla y terminaron muertos, o regresaron parapléjicos a sus casas. Uno en particular, con quien cursé estudios en un colegio del barrio, se convirtió en el cerebro de los atentados terroristas que sufrió la ciudad de Cartagena a finales de la década del noventa, que dejaron varios buses del servicio público incinerados y una docena de muertos, entre los que se encontraban varios niños. Ese muchacho, que hubiera podido ser un gran matemático, pues si había algo que amaba eran los números, fue arrastrado por la violencia, y no porque el destino lo tuviera marcado para eso, sino por razones mucho más cercanas a la desidia de un Estado sitiado por la corrupción, en el que un gobernador se roba 120.000 millones de pesos del presupuesto de su departamento y solo paga 5 años de cárcel.

Lo anterior, llegó a mi memoria a raíz del pronunciamiento de Gustavo Petro que tanto molestó a algunos oficiales y suboficiales del Ejército y la Policía. Las memorables ‘batidas’ estaban allí tan frescas en el recuerdo como las palabras del candidato presidencial hace algunos días: enormes camiones del Ejército Nacional estacionados en las esquinas de los sectores deprimidos de Cartagena donde metían como ganado a los muchachos indocumentados que encontraban en la calle. Ninguno, que recuerde, quería ser soldado. Ninguno quería ir a pagar un servicio absurdo donde era factible perder la vida. Pero eran empujados a la milicia en contra de su voluntad, mientras que el mismo Estado negligente le negaba el derecho fundamental a la educación, a convertirse en profesionales que le aportaran luego sus conocimientos a la sociedad.

Pero negar esa verdad de a puño en respaldo a una institución que, si es cierto cumple un papel importante como es la defensa de la soberanía nacional, no podemos negar que el Ejército tiene tantos lunares en su cuerpo de oficiales, suboficiales y administrativos como manzanas podridas puede tener un canasto. Y no me refiero solo a los escandalosos hechos que produjeron los asesinatos selectivos de jóvenes durante el gobierno Uribe, sino también a las investigaciones por corrupción en la contratación de servicios y el trato poco digno al que son sometidos los soldados durante la prestación del servicio militar.

Aún están vivos esos recuerdos durante mi paso por la Escuela de Lanceros como soldado bachiller, los maltratos de palabras y hechos porque en el Ejército hay que ser varón. No sé si eso de ser varón implicaba darle un puño en la espalda a un soldado porque no sacó pecho en el momento en que pasó revista el comandante de la unidad, o una patada en el trasero porque no hizo sonar las botas cuando le pidieron ponerse firme, u obligarlo a subir y bajar una loma con el sol ardiente sobre la cabeza y un morral lleno de piedras porque encorvó un poco el cuerpo en una izada de banderas.

La educación no pelea con nadie, solía decir mi vieja, y la virilidad no tiene que ver siempre con la fuerza física o el derroche de energía en una actividad. Que con un poco de educación y formación para enfrentar las adversidades diarias el mundo sería un lugar mejor, es un argumento irrefutable. Que el Ejército es una fuerza letal que entra a matar, como expresó una congresista, es tan calumnioso como asegurar que todos sus mandos militares tuvieron que ver con los falsos positivos. El equilibrio es siempre el punto medio de la imparcialidad, de ahí que la balanza sea el símbolo que mejor represente ese conjunto de normas que incorpora la justicia. No es falso asegurar que la gran mayoría de las tropas del “glorioso Ejército Nacional” son chicos provenientes de sectores deprimidos de la sociedad. No es falso que muchos están ahí porque no les alcanzó su formación para ser lo que querían. Tampoco es falso decir que los que han peleado las guerras en este país son, en su mayoría, hijos de campesinos, de obreros, de amas de casa o funcionarios de bajo rango. Afirmar lo contrario es desconocer que, hasta el momento, en los conflictos que ha vivido Colombia, el pecho a las balas lo han puesto los pobres. Si las guerras las pelearan los hijos de los ricos, los que administran las instituciones del Estado y las grandes empresas económicas, no hay duda de que estas habrían terminado mucho antes de empezar.

En Twitter: @joaquinroblesza

E-mail: robleszabala@gmail.com

(*) Magíster en comunicación.          

Noticias Destacadas