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Vacas de carbón

La transición para dejar el carbón no se hace destruyendo las comunidades de carboneros, sino proponiendo nuevas formas de vida en el páramo o en sus zonas adyacentes e invirtiendo en ellas. Y esa cuenta la tenemos que pagar todos.

Brigitte Baptiste, Brigitte Baptiste
21 de marzo de 2018

¿Qué pasa cuando un territorio solo da cosechas de piedra? Muchos ecosistemas desérticos o semidesérticos del mundo fueron poblados por sociedades que supieron utilizar la geología como fuente de bienestar, así las piedras no sean de comer. Su éxito adaptativo y persistencia se debió a la capacidad de ingresar en circuitos comerciales, a través de los cuales intercambiaron sal, gemas, pizarras, calizas o carbón por otros productos. La definición de sostenibilidad para estas comunidades obligatoriamente pasa por la consideración de estos vínculos comerciales, de lo contrario la humanidad estaría restringida a los espacios con cierta productividad biológica.

La economía de los desiertos está basada en la conectividad o la austeridad, pues su biocapacidad es baja. La de bosques o humedales tiene un mayor potencial de autonomía, sin que necesariamente se traduzca en abundancia o bienestar: los páramos colombianos han sido devastados por el cultivo de papa y las quemas que se requieren para sostener dos o tres vacas o un rebaño de ovejas, lo mismo que en La Guajira, donde las cabras hace rato se comieron el futuro. De hecho, las economías ecológicas de muchos sistemas vivientes tampoco son extremadamente diversificadas, pues la eficiencia productiva que se requiere para mantener decenas de familias en el territorio tiene umbrales relativamente inflexibles. El resultado, culturas recalcitrantes; es decir, construidas alrededor de unos pocos referentes productivos, a veces maravillosamente enriquecidas por respuestas simbólicas derivados del áspero diario vivir (el desierto es referente de espiritualidad), a veces infames cárceles de pobreza y miseria parroquial (el desierto es lugar de exclusión).

De no ser por la combinación de actividades extractivas y agropecuarias, la vida de miles, si no de millones de colombianos, sería imposible. En Boyacá, por ejemplo, cuando los precios del carbón están buenos, la gente trabaja en la mina. Si se ponen malos, en la agricultura, que no alcanza y expulsa gente, no hay mucho más que hacer: las montañas que rodean Pisba, por ejemplo, ofrecen pocas alternativas y para sembrar hay que acabar con el poco bosque que queda. Se requieren cientos de miles de hectáreas en el Guaviare para garantizar el modo de vida migratorio de los Nukak-Makú y al tiempo hay ciudades donde se aglomeran millones sin producir un gramo de alimento. En medio, paisajes hechos de mosaicos productivos, más o menos sanos en términos ecosistémicos. Las vacas que se ven en blanco y negro por las carreteras andinas tal vez sean una combinación de leche con carbón…

Ojalá los movimientos de defensa del agua hiciésemos un alto en el camino y con serenidad revisáramos la ecología de las vacas, las papas y el carbón, dejáramos de tomar fotos instantáneas como evidencia de la insostenibilidad del mundo y, sobre todo, dejáramos hablar. Desechar de un plumazo los derechos de las comunidades de mineros ancestrales que han construido sus modos de vida en esa actividad no es parte de una revolución, es parte de un linchamiento. La transición para dejar el carbón no se hace destruyendo las comunidades de carboneros, sino proponiendo nuevas formas de vida en el páramo o en sus zonas adyacentes e invirtiendo en ellas. Y esa cuenta la tenemos que pagar todos.

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