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Misa de coronación

En suma, lo peligroso no es que el procurador Ordóñez vaya a misa. Es que la misa la dice él.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
9 de febrero de 2013

Estaban ahí, nerviosos, casi como si fueran colados, la novia y el novio, casándose. Pero el verdadero protagonista de la solemne ceremonia y de la multitudinaria fiesta de gala subsiguiente era él, el padre de la novia, majestuoso: el procurador general de la Nación Alejandro Ordóñez (lo pueden ver ustedes, con los colmillos al aire en la sonrisa, en el video de KienyKe por internet). Era en su honor que retumbaban en do mayor los trombones y las trompas y las trompetas de la Gran Misa de Coronación de Wolfgang Amadeus Mozart, que solo se escuchaba en las coronaciones de los emperadores de Austria. (El diario oficial El Tiempo reveló, reverentemente, que toda la música de la ocasión había sido escogida por él en persona). Y en su honor habían acudido, como al silbido de un domador, los 650 invitados: el presidente de la República y su esposa, Juan Mesa, Londoño el de Invercolsa, la cúpula militar en uniforme de gala, todos los magistrados de todas las altas cortes –la Suprema, la Constitucional, el Consejo de Estado, el de la Judicatura–, el presidente del Congreso y muchos de sus colegas de todos los partidos: la gente que lo postuló y lo eligió a él para su cargo, la gente sometida a su vigilancia: las ranas del rey de que he hablado en estas columnas. Todos vestidos de etiqueta. Todos provistos de un folleto redactado en latín (y en español) para que supieran cuándo debían arrodillarse. Porque también era por él que la Santa Sede había dado dispensa especial para que la misa se celebrara en latín según el rito tridentino, hoy solo mantenido por los rebeldes lefebvristas de la secta fanática a la que el procurador pertenece. Y era a él a quien la Arquidiócesis le había prestado los copones de oro y las casullas bordadas del tesoro de la catedral Primada. Y a él iban dirigidas la bendición papal y el mensaje personal de Benedicto XVI leídos por el prelado presidente de la Conferencia Episcopal desde lo alto del púlpito barroco de la iglesia de San Agustín, fastuosamente iluminada. Y por él y para él la Policía cerró esa tarde las calles del centro de Bogotá. Fue, como escribió la redacción política de El Tiempo con rendida admiración, “una demostración de poder pocas veces vista”.


Sigo citando: “Ordóñez deploró que el expresidente Álvaro Uribe no hubiera podido asistir, aunque había confirmado su concurrencia”. Algún sapo debió de ir a contarle que también Santos había sido invitado.

Fue una demostración del poder creciente del procurador Ordóñez, que a muchos nos preocupa. Ya la Constitución le da atribuciones inmensas: vigilar el cumplimiento de la Constitución, las leyes, las decisiones judiciales y los actos administrativos; proteger los derechos humanos; defender los intereses de la sociedad y los de carácter colectivo, en especial el ambiente; velar por el ejercicio diligente y eficiente de las funciones administrativas; vigilar la conducta oficial de quienes desempeñen funciones públicas; adelantar las investigaciones correspondientes e imponer las respectivas sanciones; ejercer preferentemente el poder disciplinario; desvincular del cargo a los funcionarios que incurran en algunas de las faltas que relaciona el artículo 278; intervenir en los procesos y ante las autoridades judiciales y administrativas en defensa del orden jurídico, el patrimonio público y los derechos y garantías fundamentales; emitir concepto en los procesos disciplinarios que se adelanten contra funcionarios sometidos a fuero especial, e intervenir en todos los procesos de control de constitucionalidad; requerir de las autoridades las informaciones necesarias para el ejercicio de sus funciones, sin que pueda oponérsele reserva alguna; presentar proyectos de ley en materias relacionadas con sus funciones; y tener atribuciones de Policía Judicial.

Ya esa cuasiomnipotencia del ministerio público es de por sí inquietante. Como señala la comentarista Laura Gil, “no existen muchos países con una Procuraduría así de poderosa”. Y a esos poderes institucionales hay que agregarles la peligrosidad que viene del carácter del procurador Ordóñez, que lo lleva a inmiscuirse en todo, tanto en el ámbito de lo público como en el de lo privado. Así ha conseguido autodesignarse como autoridad última en materia de moral, de derecho, de administración, de policía, de política internacional, de droga, de sexo, de paz, de guerra. Hasta de liturgia de la Iglesia romana, como pudimos ver en la boda de su hija. Y por añadidura ha anunciado su intención de convocar referendos populares sobre todo lo que le venga en gana. En suma: lo peligroso no es que el procurador Ordóñez vaya a misa. Es que la misa la dice él.

Lo tientan con una candidatura presidencial del Partido Conservador, que sería también uribista. Ojalá su vanidad lo lleve a aceptarla. Así saldríamos de él, pues no sería elegido. Pero él también lo sospecha: sabe que su verdadero poder está en ser rey cigüeña en su charca, reinando sobre las ranas, atusándose las plumas con el pico y zampándose una rana o dos de cuando en cuando. Cantando misa.

Veo en la Constitución que el único funcionario para cuya reelección indefinida no existen trabas es el procurador. Como advertí en una columna pasada, la cigüeña es un animal longevo. 

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