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Moscas que cazaron águilas

A Garavito su trabajo le costó la censura y el exilio. Sus advertencias sobre el creciente poder de las mafias se han cumplido como profecías inexorables.

Daniel Coronell
30 de octubre de 2010

A Melibea, Manuela y Fernando
 
Lo impulsaba la irrefrenable voluntad de los tímidos. Fernando Garavito vivió y murió defendiendo verdades, muchas de ellas impopulares e incómodas. Ese hombre menudito que hablaba como si estuviera leyendo el diccionario, que casi siempre se vestía de negro y que pasó su vida tratando de no ser una carga para nadie, deja un inmenso vacío en el periodismo colombiano.

En una época, era posible verlo todos los días al volante de su 'escarabajo', por la carrera Quinta al sur, rumbo al diario La Prensa. Allí él era el miembro veterano de un equipo de muchachos que trataba de inventar un periódico diferente.

Era a la vez querido y temido. Algunos de sus pupilos de esa época son hoy reconocidos periodistas y directores de medios, en buena parte gracias a su escuela. Garavito era un implacable editor que no paraba hasta encontrar la palabra perfecta en cada frase.

Jamás perdonó un error de ortografía e inventó un aterrador método histriónico-pedagógico que décadas después recuerdan sus discípulos.

Por ejemplo, una novel redactora, recién salida de la universidad, escribió alguna vez "arrolló", conjugación del verbo arrollar, con ye. Garavito recibió la cuartilla y sin mediar palabra se tiró al suelo y empezó a reptar: "Este es un arroyo -vociferaba-: agua que baja de la montaña". Luego, con agilidad de gimnasta, se reincorporó de un salto y empujó suavemente a la reportera mientras susurraba: "En cambio, esto es arrollar".

Sus textos eran pequeñas obras de arte entre puntos seguidos. Tenía un sentido infalible del ritmo, como si se hubiera tragado un metrónomo. Las suyas eran piezas llenas de verdades actuales que, sin embargo, parecían escapadas del romancero:

"País que juega al tute y hace trampa. País que naufraga en las alcantarillas. País que sólo piensa con el ombligo. País mediocre, país violento, país pobre de espíritu. País que canta a una histérica en el himno. País que siempre queda de segundo…". (País que duele. 1987)

El virtuosismo suyo, en prosa y verso, le sirvió tanto en la guerra como en el amor. Fernando Garavito contaba cómo se convirtió en su propio Cyrano para conquistar a su primera esposa.

Acababa de terminar sus estudios de Derecho en la Javeriana y logró un empleo como redactor de El Tiempo. Mientras tanto, María Mercedes Carranza, hija del maestro Eduardo, era poeta, comentarista cultural y, sin saberlo, musa de Garavito. El ariete para romper ese muro lo creó en complicidad con Daniel Samper Pizano.

Entre los dos inventaron un autor y mandaron sus versos a un concurso organizado por ella. Por la tarde, María Mercedes volvió asombrada y les comentó: "Si vieran el poeta que descubrí". La emboscada lírica derivó en matrimonio.

Los últimos diez años de su vida, Fernando Garavito se encargó con valor de mostrar la cara oculta de Álvaro Uribe. Contra el parecer generalizado y al precio de su tranquilidad y la de su familia. Su trabajo valiente le costó censura y exilio. Sus advertencias sobre el creciente poder de las mafias se han ido cumpliendo como profecías inexorables.

Los hechos siguen concediéndole la razón.

Jamás aspiró a que se la reconocieran. Él mismo se definía como una mosca, mosca en leche, como en la mosca que no entra a las bocas cerradas. Esa presencia molesta que interrumpe los grandes momentos.

Hace tres años, en medio del largo exilio, súbitamente murió su segunda esposa, y el gran amor de su vida, la bella bailarina y maestra Priscilla Welton.

Desde ese momento, el aguerrido Juan Mosca, como firmaba muchos de sus trabajos, empezó a prepararse para reencontrarla. Esta semana lo logró mientras manejaba entre Texas y Nuevo México, la tierra que lo recibió cuando se le empezaron a cerrar todas las puertas en Colombia.

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