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Mr. MAGOO

IGUAL QUE EL, GILBERTO ECHEVERRI BLANDE EL BASTON SIN VER LO QUE GOLPEA.

Semana
1 de septiembre de 1997


En el mundo de los muñecos animados existe un divertido personaje llamado Mr. Magoo. Orondo, lleno de satisfacción de sí mismo, avanza sin mirar a nada ni a nadie, provocando escabrosos desastres que él ni siquiera percibe. Es plácida y voluntariamente ciego. Pues bien, hay alguien, entre nosotros, que se le parece: nuestro amigo, el bueno y desconcertante ministro de Defensa, Gilberto Echeverri.
Gilberto larga declaraciones con risueño desparpajo. Y a veces cruza la raya de lo permisible, como sucedió la semana pasada cuando dijo con la más soberana impavidez que el general Harold Bedoya había caído por problemas de derechos humanos. Con esta injusticia monumental quiso despedir una carrera militar de 40 años, absolutamente diáfana. El Ministro, a la manera de Mr. Magoo, blandió su bastón sin ver lo que golpeaba. Ofendió a todo el Ejército y a muchos colombianos que conocemos mejor que él al general destituido.
Cuando conocí a Bedoya, hace 10 años, me di cuenta desde el primer momento que este militar pulcro, amistoso, de pálidos y serenos ojos azules, no tenía un solo pelo de chafarote. Era un hombre de normas y principios. Dentro de su estrategia de lucha contra la subversión y el narcotráfico, la conquista de la población civil, y su colaboración, eran una pieza esencial. Ocupaba entonces el cargo de comandante de la séptima Brigada con sede en Villavicencio. En un viejo avión militar volamos sobre el Meta, el Guaviare y parte del Vichada: un mundo hirviente de sabanas, ríos, caños y selvas infestados de guerrilla y narcotraficantes; un mar de coca y de violencia de 480.000 kilómetros que él debía controlar hasta los confines del Vaupés con sólo cuatro batallones. Cuatro mil hombres para cuidar medio país.
Aún así, sin enfrentamientos, logró recuperar el Guaviare. Llegó al amanecer del 21 de diciembre de 1987 con helicópteros, lanchas, infantes de marina, fusiles, granadas... y bolsas de víveres y juguetes, que los soldados iban repartiendo casa por casa. Ante semejante despliegue, la guerrilla se replegó hacia el Vaupés y el alto Guayabero. Bedoya hizo denunciar y encarcelar a docenas de sicarios, responsables de asesinatos de militantes de la UP, solicitó la ayuda del PNR, de la Corporación Araracuara, del Idema, del Inderena, trajo médicos y odontólogos, promovió la reconversión de cultivos de coca y se ganó a la población, que pudo sentarse tranquila en los cafés por la noche. Ese milagro de paz y prosperidad (pasé días allí hablando con los colonos) duró mientras que estuvo al frente de la séptima Brigada.
Desde entonces seguí de cerca su carrera. Nunca se permitió un atropello; buscaba la deserción de guerrilleros mediante una hábil y masiva labor de persuasión. Donde quiera que estuvo, se ganaba a la gente. Lograba el apoyo de ella para el Ejército con programas sociales, espectáculos, pavimentación de vías y otras obras. Ganada esta confianza, abría líneas calientes de teléfono para recibir información. Gracias a esa ayuda pudo identificar, en las comunas de la zona nororiental de Medellín, más de 120 bandas de sicarios y detener a sus integrantes. Todo el sicariato estaba allí, retenido en las aulas de colegios y escuelas. Lo vi.
La labor de Bedoya era, en una primera etapa, eficaz, pero todo lo perdía en las redes rotas de una justicia débil, pusilánime y a veces infiltrada por la subversión. Los sicarios, puestos en libertad, acababan asesinando a sus informantes. ¿De qué le servía identificar en Barranca a los miembros de las milicias populares si intimidados jueces de orden público no daban órdenes de detención? ¿Quién violaba realmente los derechos humanos en el Carmen de Chucurí? El, el general Valencia Tovar, Manuel Vicente Peña y yo lo sabemos. No recuerdo cuántos viajes hicimos a esta martirizada población que un día decidió liberarse de la guerrilla. Esta, en represalia, había asesinado a su alcalde, volado el acueducto, los puentes y dejado un buen número de muchachos y mujeres sin piernas con las minas 'quiebrapatas'. Y cuando no pudo someter al pueblo por el terror, la subversión movió una ficha más sutil en su tablero.
El padre Javier Giraldo, de Justicia y Paz, se dedicó a calificar de paramilitares a cuantos denunciamos esta barbarie, inclusive al propio Bedoya y a mí, que no he disparado un tiro en mi vida. ¡Bonitos derechos humanos los suyos! Si usted, Ministro, abriera los ojos, vería cuántos infundios llueven sobre oficiales valerosos como Harold Bedoya. Y usted, su jefe, estaría en la obligación de desenmascarar tantas mentiras, en vez de darles validez. Si al contrario de lo que hizo Fernando Botero, sacrifica usted a los mejores oficiales para quedarse con esos militares gelatina que se acomodan muy bien a los temblores y devaneos de la política, puede cundir en el Ejército una peligrosa desmoralización.
Chamberlain decía: "A veces es preciso humillarse para evitar la guerra". Y Churchill le replicó: "Cuando un Estado se humilla para evitar la guerra, tendrá la humillación y también la guerra". Por pensar de esta manera, salió Harold Bedoya. Los 700 oficiales que gritaban "¡No se vaya!" son de la misma estirpe. Y créame, Gilberto, con ellos y no con gelatinas se salva a un país.