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No desesperarse

Semana
8 de enero de 2001

unque la situación sea desesperante. El país se hunde en la tragedia, en las malas noticias diarias, en la alerta roja de todas las horas. Pero sería aconsejable —aunque no soy quién, en el decir belisarista, para aconsejarlo— que en la cumbre del poder no se cayera en consideraciones y en actitudes desesperadas.

Causa sorpresa que el primer mandatario de la Nación propicie penalizaciones como la cadena perpetua o el presidente de la sala penal de la Corte Suprema se pronuncie a favor de la pena de muerte a secuestradores, la que, según afirma, es “desgraciadamente” necesaria.

La cadena perpetua, en un país que apenas comienza a preocuparse por construir un sistema carcelario, es una medida carente de infraestructura. Ahora bien, dónde se deja el aspecto de inhumanidad que entraña la privación de la libertad decretada a un individuo por el resto de sus días. Se ha puesto en duda, por lo demás, si las penas incrementadas día tras día, en la medida de una criminalidad creciente, cumplen con el objetivo de amedrentar al delincuente en potencia. Y una condena a perpetuidad, donde la fuga de presos es ocurrencia diaria, donde se excavan túneles, por cuyos socavones asoman su cabeza los directores de la Policía, como ratoncitos de lavazas, más burlados que victoriosos, es asunto de risa.

Más serio sería disminuir las penas, con la seguridad de que sean efectivas. Esto, siempre y cuando se cumpla con los requisitos de rehabilitación y trato digno al ser humano en prisión. A mí me parece que en Colombia la investigación criminal ha sido tradicionalmente eficaz y rápida (salvo en crímenes políticos), pero la deficiencia viene después, cuando no hay dónde recluir al detenido, ni tiempo tienen los jueces para definir su caso, ni seguridad alguna se vive en los reclusorios, ni la autoridad del Estado se impone en ellos, donde con frecuencia mandan las fieras más rugientes de la descompuesta conducta humana.

No hablemos de cárceles perpetuas, donde no hay cárceles ni de penas de muerte donde los fallos judiciales son con frecuencia injustos e, inclusive, políticamente interesados. Y, sobre todo, cómo puede el Estado, producto elaborado de la vida del hombre en sociedad, acabar con la propia vida natural, anterior a él.

Es especialmente peligroso que regrese como propuesta esta figura penal, cuando acaba de ser reconocido (más que elegido) como presidente de Estados Unidos el gobernador de un estado que se conoce como la capital mundial de la pena de muerte.

No pocos desechan todo discurso en contra de la pena máxima o capital ante el pragmatismo eficaz de desaparecer al que cometió injuria a la sociedad, de borrarlo, de mandarlo de cajón (como dicen los sicarios de la película de moda). Jamás entendí esta canallesca destrucción de la vida, auténtica limpieza social, que criticamos, con razón, cuando la practican los escuadrones privados de la muerte.

No puede ser que el desespero por controlar el caos reinante nos conduzca automáticamente a un nuevo Estatuto de Seguridad. Pues a la cadena perpetua, y a la más remota pena de muerte, se une la intención de atribuirle nuevamente facultades al mando castrense para retener y encausar civiles, cuando aún están frescos los excesos que se cometieron en Colombia, en tiempos de las famosas caballerizas, cuando se desbordó el poder militar por la debilidad del mando civil.

No son confiables los fueros militares y menos aún la politización de jueces y fiscales, como ocurre en nuestro país, donde los que han de juzgar la corrupción cabildean ante el Congreso para ser elegidos y gobiernos comprometidos designan a sus fiscales. En consecuencia, un cierto sabor de cobro político, por medio de procesos, justifica el recurso extremo del asilo diplomático.

El endurecimiento del Estado, en busca de una mayor eficacia militar o sancionatoria desemboca indefectiblemente en la violación de los derechos humanos, que, de otra parte, se procura tutelar.

No es viable, por fortuna, la propuesta de establecer penas ilimitadas o definitivas, como la estremecedora del patíbulo. Aunque el hombre social presenta a veces características degenerativas extremas, el rescate de la sociedad no puede conseguirse por métodos que devuelven la historia y que resultan desesperados en un presente de confusión.

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