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No futuro

Queda la opcion de ser adultos, la de meter el hombro, proponerse un futuro para todos y encarnarlo en una fuerza organizada

Semana
15 de enero de 2001

Henry David Thoreau escribió que la mayor parte de la gente lleva una vida de desesperación callada. Pues la desesperanza de los colombianos ya no es un hueco guardado en el alma sino una sustancia viscosa que invade todos los diálogos, opaca todos los días, destiñe todos los sueños y desbarata todos los proyectos.

Este país se nos está muriendo no sólo de violencia y de miseria, sino de algo peor: de falta de ilusión. Usted y yo sentimos y sabemos que las cosas no van a mejorar. Y el único postigo que nos queda es que de pronto la realidad no sea tan mala como es.

Es un postigo digno de filósofos, que llevan muchos siglos debatiendo si una creencia es o no una verdad. Pero no se complique. Digamos que los seres humanos vivimos de ilusiones, que las creemos posibles porque a otros les parecen posibles y que es más fácil creer cuando los hechos ayudan a creer.

El pesimismo es contagioso. Igual que el optimismo. En eso tienen razón las almas buenas que piden un periodismo “positivo” y las agencias de publicidad que nos exhortan a “creer en Colombia”. Pero a esta intención piadosa se le escapan dos detalles pequeños: que el contagio procede de arriba para abajo, y que los hechos son más dicientes que las cuñas de radio.

O sea que la desesperanza de los colombianos en realidad proviene de mirar para arriba: ninguna idea, ninguna ideología, ningún líder, ninguna fuerza, ninguna institución de alcance nacional que nos convenza, despierte admiración o mueva al entusiasmo colectivo. Un Presidente ausente y amiguero. Un Congreso que parece de arrabal. Una ‘oposición’ limosnera o pantallera. Una ‘insurgencia’ criminal y sin ideas. Una derecha asesina. Unos intelectuales asalariados o asustados. Una televisión entre amarilla y farandulera. Unos ‘cacaos’ de salida. Unos empresarios a la defensiva. Y una ‘sociedad civil’ que en realidad ni existe.

O sea también que las magras esperanzas que se inflan se desinflan al tocar la realidad: antes teníamos violencia y corrupción; ahora tenemos además la recesión. Y así, llegamos al punto de no esperar ya nada del Estado, de ni siquiera echarle la culpa al “pobre” Andrés, de no contar los días para que venga otro gobierno y comience “ahora sí”, a parar la matanza, a cuidar el erario y a generar empleo.

Oscar Lewis (el de Los hijos de Sánchez) sostuvo famosamente que la pobreza es una cultura, una cultura basada en recortar el futuro. Lo novedoso de Colombia es que la clase media también recortó el futuro. Pero la gran desesperanza se debe a algo distinto: se debe a que la “clase dirigente” desertó casi toda del futuro.

Queda el no futuro completo de Rodrigo D o el de ese millón largo de desplazados. Queda el futuro recortado del obrero y el cajero que ahora comparten la secretaría bilingüe y el médico sin trabajo. Quedan los mil futuros privados de los pudientes —aunque ahora corroídos por el miedo al secuestro y el “desempleo sicológico”—. Queda el futuro más amargo que dulce de los miles y miles de emigrantes. Y queda la carrera personal de los que aspiran a mandar sin antes convencernos, sin habernos merecido admiración y sin movernos a entusiasmo colectivo.

Pero también quedan espacios donde lo público se sigue construyendo, como decir Bogotá o decir Manizales. Quedan los embriones ahora reunidos bajo la ‘Alternativa Independiente’. Y en todo caso queda la opción de ser adultos, es decir, la de meter el hombro, proponerse un futuro para todos y encarnarlo en una fuerza organizada.

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