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Nuestra selva de cemento

Al que contradice al gobierno le dicen terrorista o guerrillero, y al que lo apoya, corrupto o paramilitar.

Semana
12 de febrero de 2009

Alan Jara llegó de la selva con críticas a la seguridad democrática y la gente pensó: “Pobre hombre, está muy desubicado”; otros fueron más lejos y aseguraron que tenía el síndrome de Estocolmo o que se volvió guerrillero de las Farc. Algunos periodistas también se sorprendieron y alargaron las entrevistas radiales – como una lenta tortura – hasta que Jara se rindió y dijo algo bueno del gobierno. Y así todos pueden continuar sus vidas sin sobresaltos. Confirman sus prejuicios y sosiegan sus temores. Sin darnos cuenta, los colombianos estrechamos cada vez más las fronteras de nuestros debates y nos aislamos en nuestra selva de cemento.

El debate se agrieta cuando nos ofendemos. No sólo cuando nos agredimos, sino cuando nos sentimos indignados con facilidad por lo que otro dice; cuando nos consideramos atacados en nuestras convicciones. Dice el filósofo Karl Popper en su texto ‘Tolerancia y responsabilidad intelectual’: “Debo enseñarme a mí mismo a desconfiar de ese peligroso sentimiento o convencimiento intuitivo de que yo soy quien tiene razón. Debe desconfiar de este sentimiento por poderoso que pueda ser”. Nosotros hacemos todo lo contrario: no desconfiamos de nuestro pensamiento sino del pensamiento de los demás.

Lo primero que hace tiempo dejamos de hacer, es escuchar. Alan Jara no se volvió jefe de prensa de las Farc (al menos por lo que le oí decir hasta ahora); simplemente trajo alguna información y unas opiniones que rumió por horas, días y años. Mucho más tiempo del que cualquiera de nosotros le puede dedicar a sus propios pensamientos. Dijo que las Farc no están derrotadas todavía y que el presidente Uribe no hizo mucho por el acuerdo humanitario.
 
No es obligatorio creerle ni estar de acuerdo con él, pero por lo menos reconocerle un gesto generoso: compartir con nosotros lo que vio en la selva y atreverse a contradecir la opinión mayoritaria. Aún a costa de su popularidad o incluso de su seguridad personal.

Además de que ya no escuchamos, preferimos dedicarnos a etiquetar y clasificar. Tenemos una vocación irremediable de taxónomos. El que contradice al gobierno es terrorista o guerrillero, y el que lo apoya, corrupto o paramilitar. Nos llenamos de adjetivos y los repetimos sin cesar. Terrorista, guerrillero, paramilitar. Terrorista-guerrillero-paramilitar. Palabras que en algunas zonas del país son auténticas lápidas que cargan quienes piensan distinto o quienes ofrecen otro tipo de información. Y cuando irremediablemente pasa algo violento, asesinatos o amenazas, recurrimos a los adagios. Claro, es que cuando el río suena, piedras lleva.

Pero por encima de todo esto, hace mucho tiempo dejamos de preguntarnos cosas elementales. Queremos que la realidad se ajuste a nuestra opinión, anquilosada y quieta como una vaca atravesada en la carretera. Queremos, además, que la verdad siga siendo la oficial.
 
Casi nadie quiere preguntarse, por ejemplo, por qué todos los policías y militares salieron de la selva directamente al micrófono de la Casa de Nariño; o por qué el gobierno crítica a dos periodistas por participar en una liberación, pero no tuvo problema en disfrazar a dos soldados de periodistas, en la operación Jaque, para hacer lo propio; o por qué hubo tanto malestar oficial por estas liberaciones.

El principal culpable de que nuestro debate se esté estrechando y de que los ciudadanos nos estemos aislando en esta selva de cemento, es el gobierno. Se ha dedicado con disciplina y rigor a moldear una versión oficial e imponerla como única verdad, a arrinconar a los críticos hasta volver su discurso una diatriba de locos. Ha estigmatizado y puesto en riesgo a los que ofrecen perspectivas diferentes, y se ha encargado de sacar del debate público términos que antes definían mejor nuestra realidad – ¿cuando fue la última vez, estimado lector, que usted dijo “conflicto armado”? ¿No se siente raro cuando lo dice? –.Un Estado que controla la información no es un Estado fuerte, sino uno muy débil.

Este discurso oficial, que suena a todo volumen y a toda hora y que acalla las demás voces, surte un efecto contundente, y es que sin saberlo, aprendemos a auto-censurarnos. No sólo los medios de comunicación y los periodistas, sino también los demás los ciudadanos. Como dice Coetzee en ‘Contra la censura’, el Estado entonces puede prescindir de las burocracias de supervisión – el control de contenidos, la censura y la represión – ya que esta función se privatiza. Aprendemos a vigilarnos a nosotros mismos. Somos nosotros los que controlamos lo que pensamos y lo que decimos.



* Carlos Cortés es director de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP)

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