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Obama y la tortura

El tema de la tortura está en el centro de la visión política de Obama, que se basa en lo contrario del odio y el terror.

Antonio Caballero
2 de mayo de 2009

Se metió en honduras Barack Obama al revelar los memorandos secretos de las torturas infligidas a los presos de Guantánamo. Más fácil le hubiera sido seguir haciéndose el loco. Pero no fue elegido para hacerse el loco, sino para enfrentar los descomunales problemas de toda índole dejados por ocho años de gobierno de locos peligrosos que rodeaban al inepto George Bush. El de la tortura es sólo uno de ellos, con implicaciones éticas y políticas, internas y externas, que apenas empiezan a desenroscarse como serpientes venenosas. Y el ofidio mayor, el loco del ex vicepresidente Dick Cheney, desde su nido de sombras sigue lanzando ruidos ominosos: exigiendo que, además de los memorandos sobre el detalle de las torturas, se revelen también sus resultados. Qué torturado dijo qué, gracias a lo cual sus torturadores obtuvieron qué o consiguieron evitar qué.

No se puede saber a las claras qué se evitó, pero sí está visible qué se obtuvo. ¿Qué se evitó? Varias veces he tenido que usar al respecto el chiste del señor que andaba por las calles de París dando fuertes palmadas para, decía, espantar a los elefantes; y cuando le hicieron notar que no había elefantes en cientos de kilómetros a la redonda, lo atribuyó, triunfal, al éxito de sus palmadas. Si no se han repetido atentados como el de las Torres Gemelas de Manhattan, tal como se jacta Cheney, es imposible saber si eso se debió a la aplicación de la tortura a unos cuantos miles de presos. Y en cambio salta a la vista que en todo el mundo musulmán, que es por lo menos medio mundo, ha crecido desaforadamente el odio por los Estados Unidos, causa primera de aquellos atentados ya lejanos.

Ese era el objetivo buscado. En la mente maligna de gentes como el ex vicepresidente Cheney o el ex secretario de Defensa Rumsfeld o los ex fiscales generales Ashcroft y Gonzales, o en el cerebro de matón de esquina de su fanfarroncito presidente Bush, inspirar odio es una virtud, y es bueno inspirar miedo. En el odio y el miedo basaron sus métodos de gobierno (''shock and awe'', llamaron a su primera salva de cohetería sobre Bagdad, en respuesta a las Torres de Manhattan). En despertar el odio del adversario, y fomentar a la vez el miedo de los propios norteamericanos. Dentro de un plan así, el uso de la tortura tiene una doble eficacia, práctica y simbólica. La tortura no produce información, o de muy poca monta, como lo han reconocido siempre los propios torturadores. Pero sí produce mucho miedo, y el miedo genera mucho odio.

Por eso el tema de la tortura no es para Obama un detalle, por llamativo que parezca. Está en el centro de su visión política, que se basa en lo contrario del odio y el terror. Obama pretende dos cosas. En lo externo, que los Estados Unidos dejen de ser odiados y recuperen la influencia y el liderazgo 'blandos' que tuvieron en los remotos tiempos de Franklin Roosevelt, de la política del Buen Vecino y del Plan Marshall para la reconstrucción de Europa, después de haber intervenido militarmente en esa misma Europa para evitar el triunfo del nazismo. En lo interno, que se avance también hacia una reconciliación entre los norteamericanos, tras los años ferozmente divisivos de Bush y su pandilla. De modo que en ambos aspectos la renuncia a la tortura, tanto en lo práctico como en lo simbólico, tiene un significado crucial: encarna la nueva política.

Lo cual también divide, inevitablemente. En el exterior: fueron muchos los socios de Bush, de la España de Aznar y la Inglaterra de Blair a la Jordania de Abdulla y el Afganistán de Karzai, que participaron activamente en las operaciones oscuras de la CIA, en sus vuelos secretos y sus cárceles clandestinas llamadas 'huecos negros'. Y en el interior. Obama ha intentado limitar los destrozos de su cambio de política prometiendo que no serán llevados a juicio los operarios de la CIA o del Pentágono que torturaron por "obediencia debida" a las órdenes recibidas. Pero en el terreno judicial la cosa no es tan sencilla. Y si por otra parte ha dejado abierta la posibilidad de que sean juzgados los que hicieron posible el aparato jurídico el aparato de la tortura -los abogados del Departamento de Justicia, etcétera-, también a estos les queda la de hacer rebotar la pelota hacia arriba, alegando también ellos la obediencia debida. Hacia arriba ¿hasta dónde? ¿Hasta Gonzales y Ashcroft, Rumsfeld y Cheney? ¿Hasta el ex presidente George Bush?

Hombre: sería bonito.

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