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El síndrome del Tío Tom

Con el olvido se inserta en los nuevos ciudadanos una nueva historia hecha a machetazos por la voz oficial, donde la violencia ya no nace con las ineficiencias estatales, sino con las protestas de unos campesinos desadaptados, o con unos maestros haraganes que exigen más de lo que realmente necesitan

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
16 de mayo de 2018

Interpretado por Samuel L. Jackson en la celebrada cinta Django sin cadenas de Quentin Tarantino, Stephen es un negro esclavizado al servicio de Calvin J. Candie, un despiadado hacendado que ejecuta a “sus negros rebeldes” de la manera más cruel y dolorosa posible: destrozados por una jauría de podencos furiosos que ha entrenado para esta tarea. Stephen odia a los suyos. Ha pasado gran parte de su vida al lado del brutal Candie y ha interiorizado de tal mal manera su maldad que logra experimentar un profundo placer ante la imaginación que este despliega para la tortura. El despiadado hacendado nunca ha viajado a Francia, ni habla el idioma, pero le gusta que lo llamen monsieur, ya sea porque le resulta exótica la expresión o porque la escuchó cuando niño en el barrio francés de Nueva Orleans. Llama ‘esclavas de compañía‘ a unas negras que viste como muñecas y que hacen parte de su corte cada vez que visita la ciudad o lleva a cabo un negocio, pero de las que no vacilaría en cortarles el rostro con su navaja si de dar ejemplo con el terror se tratara, a sabiendas de que desvalorizaría su mercancía.

A Stephen le gustan sus métodos, aunque los haya vivido en carne propia: es viejo, cojo y, sobre todo, perspicaz. Odia a Django porque es un negro libre, pero su intuición de zorro lo lleva a deducir que la presencia de doctor Schütz y su socio en la hacienda tiene un propósito altruista: la libertad de una esclava. Esa perspicacia le ha servido para mantenerse vivo, sin importar cuántos de los suyos mueran. Es un maestro del camuflaje y su concepto de justicia la descifra la punta del látigo que lacera la piel del otro. Defiende el imperio del terror cuando este se pone de manifiesto en los perros rabiosos que desgarran la piel, los músculos y la carne del fugitivo mientras grita de dolor. Es un ser perverso, o quizá acomplejado, que defiende sin arrugarse los intereses del amo. La violencia descarnada, ejercida contra el indefenso, le saca siempre una sonrisa. “Soy más cruel con ustedes que Monsieur Candie”, parece gritarles a los negros que le sirven al tirano.

La cabaña del Tío Tom (1852), de la novelista Harriet Beecher Stowe, es un relato que navega en el eterno dualismo del bien y el mal. Tom, el personaje sobre el cual gira la narración, no posee esas características mefistofélicas de Stephen. Es un ser ingenuo, casi angelical, que cree en las jerarquías como un dogma dictado desde el Reino de los Cielos. Defiende la honorabilidad de sus amos con su propia vida y es capaz de saltar al fuego para rescatar de las llamas al hombre que, a lo largo de su existencia, le ha lacerado el cuerpo a punta de látigo o lo ha puesto a dormir en la pesebrera. Hay, sin duda, un trato que raya en lo animalesco, pero, sobre todo, en la cosificación del otro. Tom, por su parte, observa todo aquello como el hilo normal que teje los acontecimientos de sus días. Él no se ve a sí mismo como una mercancía que alguien pueda comprar o vender, regalar o prestar, a pesar de que en la plaza de mercado el futuro comprador le abra la boca para mirarle los dientes de la misma manera en que lo hace al momento de comprar un caballo.

Toda guerra, al menos que sea de almohadas, tiene su lado oscuro y perverso. Sus orígenes intentan explicarse desde las tesis económicas, sociales, históricas, culturales o étnicas. Todas dejan ver lo más putrefacto del ser humano. Ese imperio del terror lleva en Colombia más de seis décadas, tiempo durante el cual se ha arrasado el campo desde sus cimientos, se le ha arrebatado a la fuerza sus tierras a los campesinos y, con ellas, sus bienes (ganado y aves de corral e incluso sus vidas) o se les ha obligado a vender sus fincas a precio de huevos, se han cometido masacres, se ha perseguido a los opositores para darles muerte, o expulsarlos de sus ciudades o región. Los desplazamientos, esos éxodos masivos del campo a las grandes ciudades, han sido productores de marginalidad y pobreza, han sido las razones de los grandes cinturones de miseria que surgen en las urbes capitales y disparan la inseguridad en todos sus aspectos. Para llevar a cabo una guerra se necesita dinero y muchas vidas dispuesta a ser sacrificadas. Los gobiernos suelen sacar entonces de la manga, o quizá del sombrero, el as de un nuevo impuesto que, por lo general, lleva el rótulo de transitorio, pero que, con los años, se vuelve permanente. La inversión social se reduce a su mínima expresión, la calidad de la educación cae, la salud entra en cuidados intensivos y la producción de empleos es solo una firma en el papel.

El gran problema de Colombia ha sido siempre el olvido: olvido al campo, olvido por mejorar la educación, olvido de sacar a los pobres de su pobreza, pero, sobre todo, el olvido del pueblo y el desconocimiento de las nuevas generaciones de los hechos del pasado. Los actos del Tío Tom no son, pues, vistos desde esta perspectiva, un desconocimiento de la historia de los suyos, como podría creerse, sino un asunto de supervivencia. Sabe que si permanece dentro de los límites de la convención sufrirá menos, pero si intenta alejarse de esta las normas lo harán sufrir. El caso de Stephen, el personaje de Tarantino, no es solo un asunto de conveniencia sino también de creencias: un negro en libertad es como una oveja descarriada, sin la protección de su cuidador. Fue esta premisa la que pusieron en el tapete de la abolición de la esclavitud en enero de 1852 los hacendados y terratenientes de la Colombia premoderna: soplaban al oído de los esclavizados que si abandonaban las tierras productoras de sus amos sus familias pasarían hambre y sus hijos morirían en las calles.

El olvido es, a todas luces, el primer síntoma del alzhéimer. La desmemoria es un campo fértil para crear en las nuevas generaciones una historia desvirtuada, como lo planteó Orwell en su celebrada novela 1984. De esta manera se inserta en los nuevos ciudadanos una historia hecha a machetazos por la voz oficial, donde la violencia ya no nace con las ineficiencias estatales, sino con las protestas de unos campesinos desadaptados, o con unos maestros haraganes que exigen más de lo que realmente necesitan.

De ahí que en ese transcurrir que precede un hecho tan importante como es la elección de un nuevo presidente de la república, se escuchen voces de jóvenes estudiantes en las redes sociales que aseguran sin sonrojarse que los grandes problemas por los que atraviesa el país se deben al actuar de una guerrilla obsoleta que vuela oleoductos, secuestra y asesina gente, sin lograr entender que ese movimiento sísmico (y cíclico) de la violencia tiene su origen en una amalgama de sucesos históricos, políticos, sociales y económicos que van más allá del surgimiento de la subversión. Que la creación del llamado Frente Nacional, por ejemplo, del que tanto hablan los libros de historia no fue otra cosa que la alternatividad de la administración del Estado de un grupo de poderosas familias, y que eso, leído en un contexto mucho más amplio, fue tan subversivo y criminal como el asesinato a tiros de Jorge Eliécer Gaitán o la matanza de un grupo de trabajadores del banano en una plaza de Ciénaga, Magdalena, para evitar pagarle lo que hoy conocemos como prestaciones sociales, o los derechos de los trabajadores.

Distorsionar los sucesos de la historia para escribir otra donde los males de la debacle administrativa, social y económica recaigan sobre terceros, es una estrategia que busca crear un nuevo ciudadano, uno que no alcance a mirar más allá de su nariz y que defienda, como Stephen y Tom, al amo que deja caer sobre sus cuerpos desnudos el látigo que abre heridas. Es lo que se alcanza a entender de las declaraciones de un muchacho pobre que estudia en la Universidad de los Andes con una beca del programa Ser Pilo Paga, pero que odia a Petro porque un eventual gobierno suyo llevaría el país a la ruina. Sin embargo, asegura, como Tom, no le importaría meter el brazo en la candela por el candidato de la ultraderecha.

Twitter: @joaquinroblesza

E-mail: robleszabala@gmail.com

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