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Matarnos porque sí

Lo cierto es que los colombianos no nos matamos por las ideas. Nos matamos por la plata. Aquí ya nos acostumbramos a que una vida tiene un valor irrisorio frente al de un maletín lleno de dólares.

Federico Gómez Lara, Federico Gómez Lara
11 de abril de 2017

Ya han pasado 69 años desde el día en que un loco acabó con la vida del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán. Como para muchos ese episodio dio inicio a la llamada época de “a violencia”, vale la pena mirar hacia atrás y analizar de qué nos ha servido prendernos a plomo sin descanso.

Una buena manera de dimensionar el asunto, es ver cómo se desarrolló cada conflicto y en qué está hoy la relación entre las partes. Así será más fácil establecer si las balas y las tragedias han servido de algo.

Empecemos por la cruenta violencia entre liberales y conservadores. Hace no tantos años, los militantes de esos partidos que hoy conocemos como tradicionales, se mataban por el simple hecho de verse la cara. De este conflicto quedaron decenas de miles de muertos tirados en la calle y arrojados a los ríos, familias divididas, niños traumatizados, destrucción por todas partes y un país partido en dos. ¿Qué ganamos con eso? Que unos viejos con trajes comprados en Londres, que nunca tuvieron que untarse de sangre, firmaran un papel que por 16 años acabó con la democracia y les permitió turnarse entre ellos la Presidencia. De esa herencia violenta del pasado hoy ya no queda nada. Ya los miembros de los dos partidos se hacen amigos, conspiran y roban juntos en perfecta armonía, y los hijos de unos hasta se casan con las hijas del adversario y salen en las portadas de las revistas.

Sigamos con el narcotráfico. ¿De qué sirvió el sacrificio de tantos hombres y mujeres valientes que entregaron su vida por combatirlo? Entre esos más de 3.000 muertos había tipos tan valiosos como Luis Carlos Galán, Rodrigo Lara, los Coroneles Ramírez y Franklin Quintero, magistrados y jueces honestos que tenían las pelotas del tamaño de una bola de tenis: por eso los mataron a todos. ¿Qué ganamos con eso? Que en el entierro de Galán su hijo nos pusiera un presidente que, poco después, prohibiera en la Constitución la extradición de colombianos, como quería Pablo Escobar y, como si fuera poco, le construyera una cárcel con pista de bolos, enchapes en oro, cancha de futbol, putas y René Higuita abordo. Y hoy, después de tantos muertos, estamos igual de inundados en coca; a los narcos les va mejor si los extraditan; y el mayor sicario de Pablo Escobar convoca marchas de la mano de Uribe.

Y miremos la violencia de los paramilitares, una de las más crueles, sanguinarias y despiadadas que hayamos vivido. Estos “próceres”, aunque le hayan vendido a Uribe el cuento de que se desmovilizaron, siguen más activos que nunca. Hoy intimidan poblaciones enteras, manejan buena parte del negocio de la droga, ponen congresistas y reeligen presidentes. Este ejército, que nació con el único propósito de matar hasta el último guerrillero, seguirá operando incluso después de acabados los grupos insurgentes de izquierda, así los diálogos con el ELN lleguen a buen término.

Tal vez el más intenso y notorio conflicto entre los tantos que nos ha tocado vivir en los últimos años ha sido la guerra con las FARC. De eso ya mucho se ha escrito y casi todo se ha dicho. Sin embargo, ahora que logramos ponerle punto final a la matanza, un puñado de hombres o más bien de micos, que se hacen llamar disidentes, pretenden seguir matando  porque se les da la gana.

Es difícil entender que después de un proceso tan largo, tan complejo y tan serio como fue el de La Habana, estos tipos no quieran acogerse a una nueva realidad. Los disidentes de las FARC tienen la oportunidad de rehacer su vida, de no pagar cárcel, de recibir subsidios del gobierno mientras se organizan, de trabajar cuidando a sus antiguos jefes, entre tantas otras cosas. Sin embargo, ellos han optado por seguir atentando contra la población, y continuar matando militares y policías que, con toda seguridad, son hombres de origen humilde. 

Podría decirse que en Colombia hemos tenido conflictos de naturalezas muy distintas. Hemos estado en guerra con la extrema izquierda, con la extrema derecha y con la delincuencia en general. Y aunque sus causas sean diferentes, tienen un común denominador: la avidez por el dinero mal habido.

Lo cierto es que los colombianos no nos matamos por las ideas. Nos matamos por la plata. Aquí ya nos acostumbramos a que una vida tiene un valor irrisorio frente al de un maletín lleno de dólares.

Aquí debe haber es un cambio profundo de valores, una mirada a fondo a lo que nos mueve como sociedad. Mientras eso no pase, y sea el dinero el principal motor de nuestras vidas, por más procesos, charlas y diálogos que haya, siempre aparecerá un nuevo manteco dispuesto a matar por un tamal...

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