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Para 20 años más

Aquí no manda nadie, ni el país está sujeto a instituciones ni a leyes. Gobiernos y guerrillas son apenas dos entre muchos actores de la anarquía

Antonio Caballero
9 de julio de 2001

El intercambio humanitario de prisioneros es una cosa buena, por supuesto. Pero no tiene nada que ver con la paz.

También son buenos los diálogos: siempre hay que dialogar. Y son buenas —o al menos inevitables, que es una de las maneras en que las cosas son buenas— las concesiones hechas a la guerrilla.

Pero tampoco esas cosas, buenas en sí mismas, tienen nada que ver con la paz. El llamado proceso de paz no conduce a la paz.

No me refiero solamente al emprendido por el actual gobierno. Esto empezó mucho antes. Antes incluso de la fallida tentativa de Belisario Betancur, que fue la más espectacular. Había empezado cuando Julio César Turbay nombró aquella primera y efímera Comisión de Paz que presidió el ex presidente Carlos Lleras. En ese momento, y por primera vez, un gobierno reconoció que en Colombia se libraba subterráneamente una guerra civil. Desde entonces la guerra se ha complicado y agravado, pero no por ello se ha dejado de hablar de paz. Lo que ahora se llama “negociación en medio de la guerra” es simplemente la protocolización de lo que se ha venido haciendo sin cesar desde hace más de 20 años. Y esos 20 años son suficientes para mostrar que un proceso de esas características no conduce a la paz; sino a la prolongación indefinida de las negociaciones y a la prolongación indefinida de la guerra.

La razón principal de esta situación no está en la mutua mala fe, aunque también hay algo de eso. Está en que las dos partes que negocian, el gobierno y la dirigencia guerrillera, carecen de la capacidad de hacer la paz, así la quieran. Pueden charlar todo lo que deseen, pueden comprometerse a los que les parezca, pueden incluso cumplir. Pero no lograrán la paz porque no tienen control sobre la guerra, que vive y crece sola. No la generan ni las guerrillas ni los gobiernos: la genera el país. Es decir, la anarquía. Aquí no manda nadie, ni el país está sujeto a instituciones ni a leyes. Gobiernos y guerrillas son apenas dos de entre los muchos actores de la anarquía.

Una anarquía que impera también dentro del seno de cada campo. Los jefes de la guerrilla, por ejemplo, pueden tener autoridad sobre sus frentes para ordenar la guerra; pero no la tienen para imponer la paz. Entre otras cosas por el hecho elemental de que las guerrillas son ejércitos. El propósito de su existencia es la guerra, no la paz. Y lo que están obteniendo de la guerra, y por eso crecen, es el poder que da la guerra: poder militar sobre la población y los recursos en sus zonas de influencia.

Del otro lado el desorden es aún peor, porque los elementos son más numerosos y dispares y los gobiernos carecen de control y de autoridad sobre ellos: son muchas fuerzas, autónomas y centrífugas. Los gobiernos no tienen autoridad ni siquiera sobre los militares, aunque en apariencia la ejerzan. Ni la tienen sobre los agentes económicos, ni sobre los profesionales de la política, ni sobre los paramilitares. Ningún gobierno podría impedir, por ejemplo, aunque de verdad quisiera, que los paramilitares siguieran actuando, ni que los militares les siguieran ayudando, ni que los ricos del campo los siguieran respaldando. Aquí no manda nadie, dije más atrás; y aquí no obedece nadie. La anarquía es tal que ni siquiera la guerra que vivimos es una sola guerra, sino 20 ó 30 a veces superpuestas: guerras sociales y económicas, urbanas y rurales, regionales, locales; por la propiedad de la tierra, por el control de la droga, por los derechos del agua, por el acceso a los dineros públicos. Nadie manda, nadie obedece, no rige ninguna ley, y todos estamos contra todos. Lo que sucede, pues, es simplemente lo que dictan las leyes del desorden (que, por supuesto, también las hay).

Por eso, hagan lo que hagan gobiernos y guerrillas, y digan lo que digan, la guerra seguirá su propio curso, alimentada por el desorden del país, hasta el agotamiento. Sólo así se acaban las guerras civiles: por agotamiento. Por eso no se ganan nunca, sino que se pierden siempre (consideradas a escala de la sociedad en la que se dan; a escala individual, siempre hay quien gana con las guerras civiles). Y el desorden del país es de tal naturaleza que hay alimento de sobra para que sigamos perdiendo esta guerra otros 20 años más.

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