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PARIS ES UN DISPARATE

JUAN GOSSAIN

9 de diciembre de 1985

La señora Stein, agradable escritora, buena compañera de parrandas y protectora maternal de Hemingway, solía decir que en sus buenos tiempos París era una fiesta. La frase, que es muy bella mientras no necesite comprobación, se la apropió el novelista norteamericano para ponérsela de título a una de sus obras.
Ahora, mientras mi avión vuela entre esas nubes azules y transparentes del Caribe, donde la luz atraviesa el mundo como si fuera la lanzadera de una máquina de coser, yo sueho con encontrar al otro lado del mar ese Paris festivo, jacarandoso, inmortalizado por las tarjetas postales, mezcla de poesia y música, lleno de risas, intelectuales y gente divertida.
La ilusión se desvanece cuando uno traspone la puerta del aeropuerto. Lo que descubrí, finalmente, fue una ciudad agresiva y extravagante, en la que una gaseosa es tan cara como una camisa, donde una botella de agua mineral que sabe a cobre es más costosa que el vino, y en la que los franceses se dedican a fabricar perfumes para que el mundo les perdone el pecado de no bañarse.
Hasta el día en que me muera recordaré a París como un olor implacable. Sus aromas extraños me persiguen en la memoria. Pido en un restaurante una variedad de quesos y, cuando los ponen sobre la mesa, me asalta una duda que es no sólo nasal sino filosófica: no sé si ese penetrante aroma de aserrín mojado proviene del plato o de la chaquetilla del mesero. Desde los tiempos de Carlomagno o de Rolando el Grande, ¿son los franceses los que le han pegado su olor al queso, o es el queso el que le ha transmitido su fragancia a los franceses? La pregunta es sobrecogedora. Lástima que se haya muerto Descartes, que era tan francés, porque él podría responderla.
Lo bello de París son los muertos. Los vivos son insoportables.
Son groseros, petulantes y arrogantes. Los taxistas jamás responden cuando uno les dice "buenos días" y las camareras del hotel rumian entre murmullos la humillación de tener que arreglarles la habitación a estos huéspedes indeseables, que no hablan francés, y que deben haber salido de alguna tribu amazónica. Para ellos el mundo empieza y termina en los Campos Elíseos, que son como las columnas de Hércules de la antiguedad, porque no hay más allá en el universo. El planeta no les cabe en la cabeza.
La ciudad, en cambio, esa mole de viejas piedras y de callecitas angostas, es un incomparable poema a los corazones románticos.
Al atardecer, cuando el otoño tiñe de gris el cielo, salgo a caminar con una mujer por esos recovecos perdidos a orillas del Sena.
Vemos a las parejas de novios tomadas de la mano, hundiendo las caras entre la hierba humedecida por el rocio, y a lo largo del rio transitan unas lanchas en cuyas cubiertas se oye la música.
La noche nos sorprende caminando, como en una peregrinación sagrada, por los rincones de Saint Germain, buscando los pasos perdidos de Sartre, la soledad de la señora Beauvoir, las locuras de los últimos existencialistas. Estoy emocionado porque tengo la seguridad absoluta de que en una de estas esquinas, cuando menos lo esperemos, vamos a ver la sonrisita burlona de Voltaire o escucharemos a Villón leyendo sus bellísimas procacidades en verso.
Pero la realidad es impiadosa y lo único que encontramos cuando nos detenemos a beber un café para mitigar las primeras vaharadas de frío, es a un músico venezolano recostado a la pared de la cafetería. Tiene una orquesta en París y cuando descubre, por el acento, que somos colombianos, se le iluminan los ojos.
--¡Coño, mi hermano! --dice el músico, pegando un grito--.
Cada vez que me contratan para un baile, en París o en alguna ciudad cercana, me exigen que toque música colombiana. Aquí lo que ha gustado es el vallenato y la cumbia. Y los ciclistas mi hermano, los ciclistas de Colombia.
El músico, cargado de nostalgia tropical, se queda hablando solo. Nosotros salimos a una noche estrellada y pura. Vamos a Montmartre. Una gasa de vapor azuloso cubre la colina, la plazoleta empedrada, la torre del Sagrado Corazón, una iglesia tan excéntrica como todas las cosas de París: es el único templo católico del mundo cuya construcción fue ordenada por unos revolucionarios, los de 1870, que previamente se habían declarado enemigos de la religión.
Al otro costado de la placita en el parque, están los saltimbanquis callejeros haciendo sus maromas para ganarse unas monedas, los flautistas de sardinel, los pintores pobres que persiguen a la gente para hacerle un retrato.
La ciudad iluminada se extiende allá abajo, en la hondonada, después de cruzar un sendero de flores y árboles.
Viéndola a lo lejos, salpicada de luceros, pienso que Paris es un disparate porque a una ciudad no la hacen solamente sus muertos ilustres o los muros milenarios. Una ciudad también es su gente. Y Paris ha logrado sobrevivir con su encanto a pesar de los parisinos. El general De Gaulle decía que nadie puede gobernar un país con cuarenta clases diferentes de quesos. Se me ocurre pensar que nadie puede gobernar un país donde la gente huele a cuarenta clases distintas de quesos...--

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