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PAROS DE PAROS

Semana
7 de junio de 1999

Desde 1991, cada tercer día el país amanece con una nueva huelga en las calles, según reveló
una investigación del Cinep. En las últimas semanas, sin embargo, el país ya no puede pegar el ojo del
bullicio de tantas huelgas y paros que se convocan en todos los rincones del territorio. Paran los
transportadores, paran los indígenas, paran los médicos, paran los maestros, paran los funcionarios
estatales, paran los campesinos, paran los estudiantes. Y la razón es simple y es la misma: la protesta
pública es el único medio, además del fusil, para ser oído en Colombia. No obstante, hay paros de
paros. Resulta que los que más duro gritan y más presión ejercen sobre el gobierno no son quienes tienen
los reclamos más legítimos sino unas oligarquías sindicales que han sabido mantener sus prebendas y
beneficios por medio de un rentable chantaje al Estado. En la más reciente demostración de poder de
estas élites burocráticas, Fecode convocó la semana antepasada un paro nacional que dejó a casi siete
millones de estudiantes sin clase. El motivo que los llevó al paro es, irónicamente, la prueba más
fehaciente de su vil chantaje: los maestros se niegan a ser evaluados y a ser trasladados a las zonas donde
los niños más los necesitan, como lo estipula el Plan de Desarrollo del gobierno. Es decir, se oponen a que se
toquen los dos temas más críticos de la educación pública: calidad y cobertura, puesto que esta medida
ataca, entre otras, el bajo nivel académico del sindicato. (Evaluación que, por fortuna, fue aprobada por el
Congreso). Ahora, si en el sector público truena el inconformismo sindical en el sector privado no escampa el
alboroto gremial. Y quedó comprobado con la reciente parálisis que organizaron los gremios del transporte
en Bogotá. Aquí también unas pequeñas élites saltaron a proteger sus respectivos feudos: las empresas de
buses se fueron a paro al ver que los proyectos de la Alcaldía, y sobre todo el plan Transmilenio,
amenazaban un statu quo que durante décadas les ha permitido lucrarse a costa del caos en el transporte
público. En estos períodos de transición es cuando más se siente la presión de estos grupúsculos de
intereses particulares, que aprovechan los vientos favorables de ingobernabilidad para arrodillar al gobierno,
sacarle tajada y neutralizar las reformas encaminadas a defender el interés colectivo. El gobierno de Pastrana
no ha cedido. Y ha hecho bien. Pero la tradicional respuesta de los gobiernos a este politburó del
huelguismo _sindicatos y gremios_ ha sido abrir la escotilla del presupuesto y negociar pliegos y
condiciones que van en contravía de los intereses de la Nación (basta con recordar la era Samper). Mientras
tanto, para aquellos sectores que encarnan demandas más legítimas _pero no hacen tanta alharaca_ la
respuesta oficial todavía sigue siendo el bolillo. Al reciente paro campesino del Huila, que pedía ayuda para
el sector agrario, se le sindicó, como es costumbre, de estar infiltrado por la guerrilla. Y se disolvió, como
también es costumbre, desplegando a la fuerza pública. Esta criminalización de la protesta social ha sido,
desde tiempos de Rojas Pinilla, la política de Estado más eficaz para deslegitimar o ignorar el descontento
popular. Lo curioso es que estas técnicas de la criminalización y la intimidación, utilizadas durante
décadas por el Estado, son empleadas con sorprendente éxito por las propias élites sindicales y gremiales
contra quienes no acatan las órdenes de paro. La propagación del miedo fue, por ejemplo, el secreto del éxito
del último paro de transporte en Bogotá. A pesar de que sólo el 20 por ciento del gremio de los
transportadores se declaró en paro, el restante 80 por ciento no salió a las calles por temor a ser víctimas
del vandalismo. Al que salga a protestar lo reprime el gobierno y al que no se someta al llamado de paro
lo reprimen los organizadores de la huelga. Este enrarecido ambiente de marchas e inconformismo que vive el
país es también la expresión desordenada de un debate que se está abriendo paso sobre un modelo de país,
cuyas primeras pinceladas están en el Plan de Desarrollo. Y es en este contexto donde uno de los desafíos
más importantes del gobierno para fortalecer la democracia es el tratamiento que le dé a la protesta pública.
Por eso es esencial hacer la diferencia entre los paros que buscan extorsionar al Estado para defender los
intereses particulares de ciertas élites y los paros de sectores cuyas demandas sociales han sido
históricamante desatendidas _o reprimidas_ por el Estado. Pulso firme con los primeros. Mano tendida con
los segundos.

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