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Pelea de machos

Todo es peor que antes en Afganistán e Irak , tanto para los habitantes locales como para el equilibrio de una inmensa región del mundo

Antonio Caballero
10 de octubre de 2004

Estamos a tres semanas de la elección del próximo presidente de los Estados Unidos: el país más poderoso, más rico y más influyente de toda la Tierra en toda su historia. Una potencia militar, económica, científica y cultural cuyos representantes diplomáticos o comerciales pueden condenar a la hambruna o salvar de la sed a un continente entero; cuyos legisladores tienen el po-

der de cambiar el clima de la Tierra y el de hundir una religión; cuyos jueces, si quieren, alteran las costumbres milenarias de las civilizaciones ajenas. Se elige al presidente de ese país descomunal, terrible y admirable, envidiable y temible. Y, por lo que vemos todos a través de la televisión y de la prensa de ese mismo país, a quien se está eligiendo para ese cargo de trascendencia histórica a escala planetaria no es al candidato que parezca mejor, sino al que parezca peor. No al más inteligente de los dos aspirantes (y que el tercero ni siquiera cuente es ya espantoso), sino al que demuestre que es el más bruto de los dos. Al más macho, en el sentido más torpe y primitivo de la palabra 'macho': el que muestre que tiene los cojones más grandes. El más bestia. No el que prometa hacer las cosas, sino el que prometa destruir más cosas.

Dice el republicano George Bush:

-Yo soy capaz de matar al que sea, si hay alguna sospecha.

Y replica el demócrata John Kerry:

-Pues yo soy capaz de matarlo aunque no haya sospechas.

Y los dos candidatos a la vicepresidencia se enfrentan por su parte también, y gruñe el republicano Cheney:

-Si mi jefe ve al tuyo, lo deshace a patadas.

Y sonríe el demócrata Edwards:

-¡Mi papá le pega al tuyo!

Y lo grave es que los dos candidatos, Bush y Kerry, tienen razón en lo que dicen: cada cual es tan bestia como el otro, o más, y por añadidura ambos se jactan de su bestialidad para cortejar a unos votantes que son todavía, si cabe, más bestias que ellos mismos. Bush se hizo disfrazar de piloto de guerra para que un piloto de guerra de verdad lo llevara de pasajero a un portaaviones de guerra en donde anunció que había ganado la guerra de Irak, que estaba apenas comenzando (y va a durar veinte o treinta años, y la van a perder los Estados Unidos, como han perdido todas las que creían haber ganado: la de Corea, la de Vietnam...). Pero a continuación Kerry se presentó en la convención de su partido haciendo el saludo militar de un soldado listo para la guerra: para perderla otra vez. Como si ni Bush, ni Kerry, ni sus consejeros, ni por supuesto sus votantes, y ni siquiera la prensa de los Estados Unidos se dieran cuenta de que el problema está justamente en querer ganar la guerra, cuando lo que importa (para los Estados Unidos y para el mundo entero) es no perder la paz.

Y es la paz lo que están perdiendo los norteamericanos con sus guerras de Afganistán y de Irak, donde su intervención de machos ha tenido resultados catastróficos. Todo es peor allá ahora que antes, tanto para la tranquilidad de los habitantes locales como para el equilibrio general de una inmensa región del mundo. Como están también perdiendo la paz en una zona todavía más vasta, en lo geográfico, en lo ideológico y en lo cultural, con su apoyo irrestricto al comportamiento de ese otro macho-macho que es el primer ministro de Israel Ariel Sharon, verdadero inventor de la doctrina Bush-Kerry de matar al que se mueva, con sospecha o sin ella. Sharon, y el Israel que él representa, con el chantaje sentimental (y electoral) que ejercen ambos sobre los Estados Unidos, son los responsables últimos del remolino de odio y guerra en el cual se está precipitando el mundo.

No siempre fueron tan torpes, o tan ciegos, los gobernantes de los Estados Unidos. Pero tampoco habían sido nunca tan poderosos. Y el poder ciega a la gente.

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