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Pena capital, niños y bombardeos

A pesar de que el derecho a la vida es el más esencial de todos los derechos humanos, su protección legal en los tratados internacionales ha permitido excepciones.

Semana
27 de septiembre de 2011

La ejecución de Troy Davis en los Estados Unidos, condenado a la pena de muerte por el asesinato de un policía en el estado de Georgia en 1989, nuevamente puso en la agenda la discusión sobre esta medida judicial extrema. Su caso fue polémico porque 7 de los 9 testigos se retractaron. Grandes personalidades manifestaron su rechazo y la Unión Europea hizo un llamado a la comunidad internacional para aprobar una moratoria global de la pena capital.

A pesar de que el derecho a la vida es el más esencial de todos los derechos humanos, su protección legal en los tratados internacionales ha permitido excepciones. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1969 toleró la pena de muerte en aquellos Estados que la tenían consagrada y solamente la prohibió frente a menores de 18 años y mujeres embarazadas. Similar regulación establecieron la convención europea y la americana de derechos humanos. Años recientes, protocolos adicionales a estos convenios proscribieron definitivamente la pena capital.

A la par con la referida historia sobre la ejecución de Troy Davis, los medios también informaron que la Corte Interamericana de Derechos Humanos admitió la demanda presentada por la Comisión Interamericana por el bombardeo de la Fuerza Aérea colombiana en la aldea de Santo Domingo en Tame, Arauca. El 13 de diciembre de 1998, bombas racimo, arrojadas desde helicópteros oficiales, ocasionaron la muerte a 17 civiles, dentro de ellos 6 niños, y heridas de gravedad a 17 personas, incluyendo a 9 menores. La Comisión denunció la impunidad del Estado colombiano por la falta de investigación de los hechos.

Días antes de la publicación de estas noticias, el Espectador presentó un artículo titulado “Los niños de la guerra”, en donde denunció el alto porcentaje de menores, entre los 12 y 16 años de edad, en las filas de la guerrilla. El Comandante de la Brigada móvil 8 con sede en Planadas, Tolima, entrevistado allí, afirmó que 30% de los guerrilleros son niños reclutados a la fuerza. Este artículo, sumado a tantas otras investigaciones y al testimonio de muchos de los exsecuestrados que convivieron con la guerrilla durante años en la selva, nos permite concluir que un gran número de los guerrilleros que caen muertos en los bombardeos son menores de edad, privados también del derecho a la libertad.

En su momento la pena de muerte fue aceptada en los correspondientes tratados en la medida en que fuera consecuencia del juzgamiento por un tribunal debidamente constituido y en respeto al debido proceso. No obstante que Troy Davis fue ejecutado en cumplimiento de la decisión de un Jurado legalmente constituido, el caso generó controversia no sólo por el dudoso fundamento testimonial sino porque era una medida irreversible. Al respecto criticó el portavoz de la Unión Europea que ningún sistema judicial está exento de cometer errores y que el correspondiente castigo tenía un “riesgo muy elevado”.

Pero así como la Corte Interamericana de Derechos Humanos entrará a juzgar el caso de Santo Domingo por la violación del derecho a la vida de las personas que murieron bombardeadas por la Fuerza Aérea hace 13 años, cabría preguntarnos sobre la legalidad de la muerte de aquellos tantos niños guerrilleros reclutados a la fuerza, quienes están condenados a una ejecución por parte de la comandancia, en caso de fuga, y a la pena de muerte por el Estado, en caso de operativo militar. Una pena de muerte sin debido proceso, sin defensa, ni juzgamiento.

El Presidente Santos bien justificó el reconocimiento de la existencia de conflicto armado para fundamentar la legalidad del accionar de las Fuerzas Militares. La anterior administración erróneamente interpretó que la aplicación del Derecho Internacional Humanitario limitaba el marco de acción del Ejército cuando justamente era todo lo contrario. Pero así como el eje fundamental de esta normatividad es el principio de distinción, aún queda pendiente de definir la situación de quienes son miembros de los grupos armados ilegales dentro de un conflicto armado interno como el de Colombia y, especialmente, la situación de los menores de edad reclutados a la fuerza.

La discusión que generó el reciente proyecto de acto legislativo presentado en el Congreso, titulado: “Marco jurídico para la paz”, en relación con el reconocimiento del conflicto armado a nivel constitucional y que esto podría afectar el estatus de la guerrilla, deja en evidencia la miopía y cortedad analítica de la realidad de la violencia en nuestro país. Justamente lo que necesitamos, además de reformas jurídicas, es un cambio de mentalidad y la identificación de los guerrilleros; tan colombianos como lo somos todos. Salvo los comandantes, los guerrilleros rasos son para el Estado objetivos militares y después de los bombardeos: “NNs”. ¿Quiénes son entonces los niños de la guerra? ¿Combatientes o víctimas?

Por lo pronto, la Ley de víctimas y restitución de tierras excluyó a los menores reclutados – antes de su desmovilización – del concepto de “víctimas del conflicto”. En otras palabras, sólo en la medida en que por sí mismos puedan sortear el inminente peligro que comporta escapar de la guerrilla, su derecho a la vida entra a respetarse y su condición de víctima, a reconocerse. Sin duda, es peor la suerte del niño que es reclutado a la fuerza por la guerrilla que la del integrante de una banda criminal. La práctica demuestra que el primero, por estar inscrito dentro del concepto “conflicto armado”, puede ser eliminado, en tanto que al segundo se le debe judicializar; y como en Colombia – en teoría está proscrita la pena capital- pues su derecho a la vida se le garantiza.

Troy Davis y las víctimas del bombardeo de Santo Domingo tuvieron en común haber sido civiles ejecutados por el Estado. El primero murió en virtud de la pena capital. Supuestamente su muerte fue legal porque se ajustó al “debido proceso”, en tanto que no fue así en el caso de los segundos. Podríamos decir que son escenarios muy diferentes, que lo primero fue una decisión institucional y lo de Arauca un “error” porque a los bombardeados de Santo Domingo se les confundió con “guerrilleros, aquellos a quienes supuestamente sí se puede ejecutar”. Sin duda es ahí donde radica la esencia de todo.

Gonsalvez, Stansell y Howes, los norteamericanos que fueron rescatados en la Operación Jaque, describieron en su libro a los guerrilleros de las FARC como: “niños disfrazados para el día de las brujas”. Oscar Tulio Lizcano escribió sobre “Comidita”, un niño de 13 años analfabeta que siempre tenía hambre y por ello se comía las lentejas crudas y se bebía el aceite de cocinar. Un día lo pillaron intentando escapar y por eso lo degollaron. Sigifredo López y Luis Eladio Pérez coincidieron en contar que aquellos niños entraban a la guerrilla reclutados a la fuerza o porque era la única oportunidad de tener comida y vestido.

En Colombia parece que el distintivo determinante es el “disfraz” que mencionan los norteamericanos, el estampado verde y marrón de la ropa. A lo mejor esa fue la confusión en Santo Domingo. Así como Troy Davis vestía naranja en su celda, en nuestra tierra los que portan otro camuflado también están sentenciados a la pena capital. No importa que sean niños reclutados y “disfrazados” a la fuerza. La gran diferencia es que frente a ellos nadie cuestiona su muerte, ni alza la voz.
*PHD Instituto de la Paz y los Conflictos de la Universidad de Granada, España; Magíster Derecho Internacional, Universidad de Leiden, Holanda.

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