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Perder la guerra

Hasta la muy cantada “victoria” de Bush padre en el Golfo fue en realidad una derrota

Antonio Caballero
13 de agosto de 2001

Decía aquí hace una semana que esta guerra puede cesar cuando cesen los gobiernos establecidos. Suena delirante, ya lo sé. Pero eso es lo propio de la guerra: la incertidumbre. En una guerra puede ganar o perder cualquiera de los dos bandos enfrentados, o ambos, así de entrada la balanza parezca inclinarse por este o por aquel. Nunca se sabe.

No quiero decir con esto que los miserables talibanes de Afganistán, con sus burritos de carga y sus escopetas de fisto, van a derrotar al poderoso ejército de los Estados Unidos, con sus portaaviones y sus bombarderos B-52. Porque se supone que esta guerra no es entre ellos, sino entre la libertad y el terror. Pero incluso eso, tan asombroso, puede suceder. Al fin y al cabo los Estados Unidos han perdido prácticamente todas sus guerras, si se exceptúan la Mundial contra Alemania y el Japón y un par de conflictos insignificantes que más que guerras fueron actos de piratería, como la invasión de la islita de Granada en tiempos de Reagan y la de Panamá en los de Bush padre. O si no las han perdido (en el sentido estricto de que han salido de ellas casi indemnes) tampoco han podido ganarlas. Han destruido físicamente a su adversario, como ahora machacan Afganistán. Pero su adversario ha obtenido la victoria política, e incluso la territorial. Así sucedió en Corea, bajo Truman e Eisenhower: los comunistas se quedaron con Corea del Norte. Así sucedió en Vietnam, bajo Kennedy, Johnson y Nixon: los comunistas se quedaron con los dos Vietnam. Hasta la muy cantada “victoria” de Bush padre en la Guerra del Golfo fue en realidad una derrota. Porque la guerra no era contra el pueblo de Irak, que 10 años después la sigue pagando en niños muertos (que a continuación se transmutan en fanáticos terroristas suicidas que odian a los Estados Unidos); sino contra su dictador Sadam Hussein, a quien llamaban “el nuevo Hitler”. Y aunque murieran cientos de miles de iraquíes, Sadam Hussein salió de la guerra fortalecido (en tanto que Bush padre perdió su campaña por la reelección).

Así que los Estados Unidos no han conseguido ganar ninguna guerra que se pueda llamar “clásica”. De las otras, de las vagas, de las morales o simplemente retóricas, tampoco. La llamada “Fría”, o sea —según decían— la del “Mundo Libre” contra el “Comunismo totalitario”, la libraron imponiéndole dictaduras feroces a medio mundo, de Grecia a Chile, del Congo a Indonesia: una manera curiosamente autodestructiva de defender la libertad. Y en cuanto a la llamada “guerra contra la droga” ¿es que acaso van ganándola, al cabo de más de 20 años? No se nota. El consumo y el negocio de las drogas no hacen sino aumentar, a pesar de que en el camino se hayan producido “daños colaterales” tan notables como la destrucción de Colombia. (Ya sé que a ellos no les importa. Si lo menciono es porque a mí sí).

Y esta de ahora, que llaman “Paz Duradera” y que por lo visto está generando varias guerras sin fin, ¿la van ganando los Estados Unidos? Con su perdón, me parece que tampoco.

En varios sentidos. En el obvio, y escuetamente militar, de que ni aparece el terrorista Osama Ben Laden, por quien en el estilo del Salvaje Oeste el presidente Bush ofreció una recompensa “vivo o muerto”; ni cae tampoco el régimen talibán de Afganistán que lo protege: al revés, los bombardeos lo fortalecen no sólo entre su pueblo, sino en el vecino Pakistán. Cuyo gobierno, en cambio, empieza a tambalearse por su apoyo a la “cruzada norteamericana”. Y no es el único: se tambalean también todos los regímenes amigos de los Estados Unidos en los países del Islam. Se debilita políticamente Israel, esa cuña de Occidente en el mundo árabe: hasta el británico Tony Blair, que es una alfombra, defiende ahora la posibilidad de un Estado palestino. Se agrieta el apoyo de Occidente mismo: en la prensa, en la opinión pública, en los partidos políticos, en parte horrorizados y en parte decepcionados por la ferocidad y la inutilidad de los ataques de los B-52 contra los burritos de carga, que por lo visto sólo provocan muertes “colaterales” de cientos de civiles y un éxodo de millones de refugiados hacia los países limítrofes. En cuanto a las potencias no aliadas, pero más o menos neutrales, se limitan a sacar tajada: Rusia, China, la India. ¿Han visto ustedes la sonrisa cada día más ancha del hasta ahora opaco presidente chino Jiang Zemin? (Les recomiendo una foto en la que estrecha la mano del ruso Vladimir Putin, vestidos los dos con chaquetas de músicos habaneros de los tiempos de Batista).

Y, sobre todo, los Estados Unidos están perdiendo esta guerra en el sentido más profundo, que es en el que la vamos a perder todos: en el sentido, que señalé al principio de este artículo, de que en teoría es una guerra entre la libertad y el terror, y la está ganado el terror a costa de la libertad. La está perdiendo lo mejor de los Estados Unidos, y lo mejor de Occidente, que son las libertades, frente al miedo. Crecen las restricciones a los ciudadanos (extranjeros o no); aumentan los poderes de la policía; disminuyen (por antipatrióticas) las críticas y los controles al poder ejecutivo por parte de la prensa y del Congreso. Le cedo la palabra al senador de Winsconsin Russ Feingold, el único que votó en contra de las leyes propuestas por el ministro de Justicia de Bush para combatir el terrorismo:

“Hay gente que entiende el sistema (democrático) de controles y equilibrios (checks and balances) mejor que algunos miembros (del Congreso). Quieren que el Congreso haga preguntas, en vez de simplemente dar su aprobación como si fuera el Soviet Supremo”.

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