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La lengua absuelta

Perdón y resentimiento

Martha Ruíz reflexiona para ARCADIA sobre la soledad que se esconde detrás de las víctimas de la violencia, más allá de sus dilemas individuales respecto al perdón.

Semana
24 de noviembre de 2007

Una de las controversias intelectuales más perturbadoras que he conocido es la que sostuvieron a través de sus libros Primo Lévi y Jean Améry, sobrevivientes ambos de Auschwitz. El primero, químico italiano, publicó en 1947 Si esto es un hombre, un pausado pero no menos desgarrador testimonio sobre la vida en el campo de concentración. Lévi intenta explicarse los mecanismos del mal y se adentra en la profunda zona gris de la moral humana. Una visión que se inscribe, quizá, en lo que más adelante Hanna Arendt llamaría la banalidad del mal. Aquel concepto, horroroso por cierto, de que los autores de las peores masacres no son radicalmente diferentes a los demás. Lévi se sumerge en lo más profundo de la barbarie con la intención de comprender. Sin rencor y sin deseo de venganza.

Años después, su antípoda, Améry, publicaría un libro de ensayos autobiográficos titulado Más allá de la culpa y la expiación (Tentativas de superación de una víctima de la violencia) donde argumenta con solidez intelectual y también con la pasión de quien ha padecido la tortura, la necesidad del resentimiento. Para Améry los victimarios no son banales. Son viles y alguien debería detenerlos. En uno de los pasajes del libro, por ejemplo, cuenta cómo se lió a golpes con uno de los esbirros de la S.S. y en medio de la trifulca se le desportilló un diente. Améry exhibió con orgullo esa pequeña herida de guerra, como símbolo de dignidad y de resistencia.
 
En medio de su amargura, Améry tildó a Lévi de “perdonador”, un apelativo injusto, por decir lo menos. Este respondió en Los hundidos y los salvados cuando ya infortunadamente Améry había muerto. “El perdonador” le pareció un calificativo impreciso. “Nunca he perdonado a nuestros enemigos...pido justicia, pero no soy capaz personalmente de liarme a puñetazos ni de devolver los golpes”, dice Lévi.

El propio Lévi reconoce a renglón seguido que él nunca fue torturado, como sí lo fue Améry, a quien le descoyuntaron los brazos a fuerza de haberlo colgado de ellos para forzarlo a revelar nombres de los miembros de la resistencia. Esa experiencia corporal y metafísica que fue la tortura, mató su fe en los otros. “El primer golpe hace consciente al prisionero de su desamparo...la confianza de que los otros, sobre la base de contratos sociales escritos o no, cuidarán de mí”, dice.
 
En todo caso, lo perturbador del debate no es que dos sobrevivientes tomaran caminos tan distintos para intentar sanar las huellas de la ignominia. Lo perturbador es que ambos tuvieron el mismo final: el suicidio. Perdonar o resentir parece ser un dilema banal, frente a la soledad que se puede leer en la página de ambos. En su condición de víctimas, a ninguno lo abandonó la sensación de ser extraños en un mundo donde los “ilesos” de la guerra decidieron que la vida seguía su rumbo, sin más.

Recordé la triste paradoja de Lévi y Améry en estos días, cuando en Colombia ha hecho carrera la idea de que el perdón es un acto subjetivo, individual e íntimo de las víctimas. De esa masa que, con una foto en la mano, revolotea alrededor de los forenses que buscan fosas en Putumayo, o en la Sierra Nevada, en Arauca o en el Magdalena Medio. Son los sobrevivientes de los casi diez mil cuerpos que hay que desenterrar. Y de los miles que quedaron atrapados para siempre entre las rocas y la arena de los ríos. Sobrevivientes que bien pueden llevar consigo el espíritu “perdonador” de Lévi, el de aquel que no aspira a la venganza ni la retaliación; o el del resentimiento perpetuo de Améry. Pero que en todo caso sólo reciben migajas de verdad, y una justicia simbólica. ¿Podrá tan modestas ofrendas menguar su soledad? Me temo que no.

Tal como lo dice Améry al final de su libro: “No me angustia ni el ser ni la nada, ni Dios ni la ausencia de Dios, solo la sociedad: pues ella, y solo ella, me ha infligido el desequilibrio existencial al que intento oponer un porte erguido. Ella y solo ella me ha robado la confianza en el mundo”.

Sobrevivientes e ilesos tenemos en el fondo el mismo desasosiego. El temor de que la barbarie se repita, y no haya pacto, ni gobierno ni tribunal que lo evite. Que “el otro” no esté allí para cuidarnos.

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