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Personajes del año

Los personajes del año en Colombia son la corrupción y el desencanto.

Alonso Sánchez Baute, Alonso Sánchez Baute
11 de diciembre de 2018

La primera va más allá de Odebrecth, Reficar y los otros grandes desfalcos: a demasiados colombianos se les volvió una segunda piel y en todas partes se cuece igual, tanto en lo público como en lo privado. No es un asunto de sistemas económicos, ni doctrinas, ni formas de gobierno, ni ideologías, ni partidos políticos, ni género (cada vez hay más mujeres involucradas en casos de corrupción. Antes no sucedía tanto), ni credo religioso, ni color de piel, ni estrato social, ni orientación sexual.

Aunque puede llegar a serlo, la corrupción no es un crimen violento. Y hay ese punto del delincuente que se convence a sí mismo de que lo que hizo no es tan grave como un asesinato o porque no robó tanto como, digamos, un Alejandro Lyons. O simplemente porque las autoridades no lo han descubierto. Los corruptos tienen de referencia a quienes han hecho cosas peores y no han pagado cárcel (o han pagado unas multas ridículas en relación con lo que robaron), y juzgan el delito por el resultado: “Corrupto es el que cae”, dice y él mismo a ese otro señala.

Con frecuencia llegan al cargo público sin intenciones delictivas, pero la mínima oportunidad la cogen al vuelo. Luego se dicen: “Corruptos los Nule. Lo mío fueron solo unos bonos para beneficiar a la comunidad”. O se repiten frases del tipo: “Esto es normal, todo el mundo lo hace”. O, “Marica el que no roba”. O, como dice un personaje de Padura: “Es una compensación por el sacrificio de la lucha”. Eso creen: que lo merecen, pero saben que lo que hacen está tan mal hecho que montan empresas de papel en Panamá o abren cuentas en Tórtola o en Andorra. Si es legal, ¿por qué se toman tanto trabajo en ocultarlo?

Otra trampa son los eufemismos. “Lo mío no es corrupción sino lobby”. Si media una coima, ese lobby es un soborno. Aunque a veces no media dinero. Como cuando el funcionario se hace el de la vista gorda y  permite que otros nutran el engranaje. O cuando beneficia desde su posición a un gran empresario que lo lleva luego a trabajar a su empresa tan pronto abandona el cargo. Quid pro quo: una cosa por la otra. El soborno que no se pagó en chorro se cancela a largo plazo.

La corrupción es tan subterránea y está tan generalizada que en algunos casos hay una especie de solidaridad de grupo que corre en masa a defender cuando uno de los suyos cae. No lo hacen por apoyar al caído sino por protegerse a sí mismos. Y no necesariamente por razones jurídicas. Más bien porque necesitan convencerse que lo que hacen es correcto. Y para poder seguir haciéndolo, por supuesto!

El otro personaje del año es el desencanto, que tiene de raíces tres patas: la indignación, el resentimiento y la desconfianza (solo un 5% de colombianos confía en otro colombiano). Al país se lo llevó el odio. Y el fanatismo. Cada vez se rompen más puentes imposibles de volver a juntar. No se trata solo de líderes políticos que se insultan un día y se reconcilian al otro, sino de los seguidores de uno y otro bando que levantan muros con tanta cizaña que ya no hay forma de echar atrás.

Así como no hay que fiarse de los políticos no hay que fiarse de los empresarios: el “todo se vale” los relaciona con carteles de todo tipo (hasta de basura y papel higiénico). El desencanto generalizado no es solo con las personas y el espíritu mafioso. En Colombia no hay una sola institución en quien creer o confiar. Ni en el Congreso, donde es imposible oler a limpio; ni en el presidente y su incompetencia y su farandulera banalidad y su carencia de realidad nacional que lleva a la idea de que el Estado está en contra del país; ni en las Cortes, que se politizaron peor que los politiqueros; ni en la Iglesia, si alguien creyó alguna vez en su doble moral; ni en las iglesias, pendientes solo del diezmo y del poder terrenal; ni en los medios, pues varios de ellos hacen parte de la nómina oficial. Y ni hablemos de la Fiscalía, ese asquiento lodazal. Hasta a la institución de la familia, entiéndase ésta como se entienda, se la tragó la polarización.

Duele decirlo: muy pocos colombianos apuestan hoy por el país. El afán es destruir al otro, sea quien sea y por lo que sea. La idea (¿acaso la orden?) es incendiarlo, arrasarlo, devastarlo. La piromanía pasó a ser este año el deporte nacional.

@sanchezbaute

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