Enrique Gómez, columnista invitado.
Bogotá, febrero 14 de 2022. Foto: Juan Carlos Sierra-Revista Semana.

Opinión

Plan nacional de frustraciones

El Plan Nacional de Desarrollo se convierte en una lista de deseos de reforma que en pocos artículos busca transformar cuerpos normativos generales del Estado, dejando de ser lo que debe ser.

22 de mayo de 2023

Con sus 372 artículos, el Plan Nacional de Desarrollo retoma una tradición de anteriores gobiernos de convertir este documento técnico de la gestión y desarrollo del Estado, en un nuevo tipo de ley en nuestro entorno constitucional: la ley salpicón.

Grosso modo cuatro son los tipos de ley consagrados en nuestra Constitución: los actos legislativos que modifican la constitución, las leyes estatutarias que afectan derechos y garantías fundamentales, las leyes orgánicas que reglamentan la Constitución y organizan las labores rutinarias del Estado y sus ramas del poder público y las leyes ordinarias que cobijan todas las demás materias no cubiertas en los anteriores tipos.

La unidad de materia es uno de los principios rectores de la creación legislativa en la Constitución. Pretende, por una parte, que las leyes que apruebe el Congreso sean coherentes en el desarrollo de su propósito normativo y, por otra, evita la legislación arbitraria mediante los conocidos “micos”, disposiciones que se insertan sin relación directa y de manera oportunista en proyectos de ley para generar un efecto normativo sin la debida discusión y evitando el ejercicio del voto racional, razonado, independiente e informado.

Se cuelan en violación de la unidad de materia temas o alcances legales que, si fuesen puestos en un contexto normativo de un proyecto de ley sistemático y discutidos abiertamente, posiblemente serían negados por el Congreso y de seguro rechazados por la opinión pública. De allí el apelativo de “mico” en referencia a viveza, travesura y raponazo o imperceptibilidad.

La ley del Plan Nacional de Desarrollo se ha convertido en una enorme jaula de micos. Nada tiene de la función ordenadora y planificadora bajo principios que, entre otros, Álvaro Gómez Hurtado siempre reclamó como una precondición para lograr efectivamente el desarrollo a través de una acción del estado eficaz y consistente.

Y este gobierno, dizque lleno de intelectuales, científicos y sabios, nada hizo para volver a las características propias de una ley del plan, desdiciendo una vez más su prédica del cambio, sino que ha perpetuado y agravado el propósito salpicón que gobiernos anteriores apropiaron para sus respectivos planes de desarrollo.

La motivación es clara. Aprovechar que la ley orgánica de los Planes de Desarrollo genera facultades especiales al gobierno para su aprobación ejecutiva, para meter todo tipo de reformas legales que ese mismo gobierno, que carece de mayorías claras para tramitarlas de manera autónoma, disfraza con parrafadas como si hicieran parte de un gran plan orgánico y ordenador.

El Plan Nacional de Desarrollo se convierte en una lista de deseos de reforma que en pocos artículos busca transformar cuerpos normativos generales del Estado, dejando de ser lo que debe ser: un compromiso de priorización de la acción ejecutiva y presupuestal para el muy corto periodo de los cuatro años de gobierno.

Del deber ser, que permitiría, por una parte, enfocar la acción del gobierno recién elegido y, por otra, darle a conocer a la monumental cantidad de funcionarios del nivel central el norte de la acción ejecutiva en los cuatro años por venir, pasamos a una colcha de retazos, un catálogo de deseos, una retahíla de ideas sin probar, de premisas ideológicas y ahora recién, supuestamente, de necesidades de las comunidades en los entes territoriales.

Un despropósito técnico de marca mayor. Las necesidades y deseos no deben conformar un plan. Un plan es para, insisto, priorizar la acción. Y la acción debe ser el resultado de un proceso en el cual se ha determinado previamente la necesidad, las soluciones, las limitaciones presupuestales y las condiciones estructurales que permiten la acción que soluciona o alivia la necesidad.

El nuevo Plan Nacional de Desarrollo es un salpicón que pretende la transformación quirúrgica de principios fundamentales, la creación de fondos de toda naturaleza enfocados a dispersar y malgastar recursos públicos, a introducir mucha más burocracia y darle al ejecutivo un largo listado de facultades especiales y extraordinarias sin detalle de capacidades y objetivos. En este último aparte, las facultades implican una renuncia irresponsable por parte del Congreso de su cláusula general de competencia en el que, desde ya, demuestra ser uno de los menos preparados gobiernos de los últimos 30 años, signado además por un cariz populista que hará de sus facultades martillo burocrático y funcional para atornillarse en el poder.

El Congreso ha aprobado este esperpento, en donde brilla por su ausencia la regulación precisa de las prioridades de inversión de este gobierno, porque sabe que, en los fondos aprobados, en las nuevas entidades del nivel central y en el ejercicio de las facultades extraordinarias, hay múltiples ríos revueltos en los que podrá pescar recursos para la robadera y cargos para apalancar sus microempresas electorales.

De nuevo se viola y se olvida la verdadera planificación de la acción del Estado y este gobierno alimentará el desorden y la inoperancia, como todos los anteriores, para seguir llenando a la ciudadanía de frustraciones y alejando, cada vez más, la ansiada meta y necesidad del desarrollo.

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