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¿Un plebiscito innecesario?

El plebiscito no nos hace necesariamente un país más democrático, lo que nos hace más democráticos es la ausencia de guerra.

Semana.Com
9 de diciembre de 2015

El Congreso de la República, liderado por los partidos de la coalición del Gobierno, aprobó un proyecto de ley estatutaria para reglamentar los mecanismos de participación, como parte de una estrategia que se inscribe en el marco del proceso de paz que se adelanta con las FARC-EP en La Habana. La ley establece los lineamientos para el desarrollo de un plebiscito por la paz en el que se somete el texto del acuerdo final a consideración ciudadana. La ley, y los pronunciamientos del jefe negociador Humberto de la Calle Lombana, han generado respuestas que podríamos reducir esencialmente a tres miradas esenciales: la primera, quienes defienden el mecanismo “ajustado” y su pertinencia para darle visto bueno a los acuerdos. El segundo grupo, cuyas cabezas más visibles son el senador Álvaro Uribe y el procurador, en reiterada coincidencia, convoca adicionalmente a Jaime Castro y María Isabel Rueda, entre otros, que se oponen de manera radical a su celebración, por su carácter inconstitucional y antidemocrático, utilizando para ello, ex post, argumentos jurídicos. El tercer grupo, en el que se encuentran Rodrigo Uprimny y Francisco Barbosa, que considera, con algunas variaciones, necesario convocar el respaldo ciudadano pero que no comparte el mecanismo aprobado. La discusión, que no es de poca monta, pone sobre la mesa conceptos esenciales de la vida política como ciudadanía y democracia.

Para empezar, debo insistir en la necesidad de entender que la violencia significa, ante todo, negación de democracia. Según Hanna Arendt donde hay violencia la democracia no existe. Tzvetan Todorov humanista franco-búlgaro ha planteado, entre otros, que uno de las mayores consecuencias de la guerra es la división del mundo de los hombres en dos categorías irreconciliables, nosotros-ellos, que representan, para cada uno de los bandos desde su perspectiva, las lecturas del bien y el mal, lo blanco y lo negro, la barbarie y la civilización, lo humano y lo animal, la salvación versus la hecatombe. Superar estas “divisorias” simplistas, cómodas visiones que minimizan la realidad en su dimensión más burda, es precisamente el primer propósito de cesar la guerra. Son, así mismo, punto de partida para iniciar un proceso de reconciliación y de avanzar en el cierre de los aspectos de nuestra cultura susceptibles de ser utilizados para legitimar actos violentos. Es claro: una sustancial disminución de la violencia puede redundar en una mayor oportunidad para el goce de los derechos y por ende, el logro de una ciudadanía efectiva. ¿Qué argumentos podrían entonces ser esgrimidos para poner talanqueras a un proceso de paz, si la disminución de la violencia, ab initio, abre las puertas para una ciudadanía real? La respuesta sería que el proceso de paz, incluidos sus procedimientos, impliquen disminución de los derechos de los ciudadanos.

Es aquí por donde empieza a cojear la oposición al plebiscito. El procurador Alejandro Ordóñez ha señalado que la reducción del umbral implica “desplazar al ciudadano en un tema fundamental” y “afectan la constitución”. Más allá de su diferenciado rasero al realizar seguimiento a otros procesos, como el de justicia y paz, precariamente diseñado en su marco legal y sólo ajustado en la práctica por la Corte Constitucional y los jueces, el procurador no propone mecanismos para fortalecer y blindar el proceso de paz más importante en un siglo que haya vivido el país. Por el contrario, sus argumentos se encuentran en el mundo de las dicotomías verbales y de facto que alientan la guerra. Su retórica políticamente interesada se reviste de la aparente inocencia del derecho.

Los críticos señalan que se otorgaría un poder desmesurado a las minorías, lo que llevaría a una paz impuesta. No me detendré en ello, pues ha sido suficientemente expuesto por Rodrigo Uprimny (ver artículo) http://lasillavacia.com/historia/umbral-plebiscito-y-paz-52543. El Gobierno, por su parte, ha indicado que el plebiscito es una refrendación “totalmente democrática y transparente”, que blinda el acuerdo y le da seguridad jurídica y que de ganar el no “seguiremos en guerra durante 20 o 30 años”. Una hipérbole en todo sentido. Adicionalmente señala que el plebiscito es, de alguna manera, una talanquera al proyecto de Asamblea Constituyente, proyecto en el que coinciden las FARC y el senador Álvaro Uribe.
En el mare magnum de las interpretaciones considero que el plebiscito es una convocatoria innecesaria para darle validez a los acuerdos e igualmente insuficiente para blindarlos. El columnista Francisco Barbosa cita al tratadista Luigi Ferrajoli en su reciente entrevista con la revista Semana, quien señala que la consulta “es impropia desde el punto de vista jurídico y teórico porque la paz es el valor supremo y que vivir en guerra es absurdo.” Comparto plenamente el argumento, así como aquel que hace referencia al mandato que la ciudadanía le otorgó al presidente Santos con base en el artículo 22 de la Constitución. El país puede vivir una campaña democrática, o un escenario de inamovibles posiciones que resientan aún más la amarga división que ciertos sectores azuzan. El Gobierno abrió una ventana de oportunidad para que el senador Álvaro Uribe se mueva en campaña lo que, contrario a lo pretendido, le da aliento. De ganar el sí el Gobierno y los acuerdos ganan, pero la discusión no cesará y lo pactado no estará blindado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos fue dura con Uruguay al respecto y ese fallo debe mirarse con atención. De ganar el no el país puede entrar de nuevo en la fatiga de la guerra, la verborrea estigmatizante y la discordia de la que hemos estado saliendo paulatinamente. De otro lado, tanto el Gobierno como quienes se oponen al plebiscito apuestan a las emociones: la del miedo a quedar bajo el manto de un oscuro pacto político que da un lugar privilegiado a las FARC, lectura cuasi paranoide e infundada en todo sentido, o la de vernos sumidos en 30 años de guerra una situación, si bien exagerada, costosa en términos humanos.

Por último, parafraseo a la filósofa Adela Cortina, quien afirma que en una democracia participativa se corre el riesgo de identificar a los individuos con una comunidad simbólica, así como de manipular sus emociones desde un poder político y mediático de tal manera que el resultado sea masa y no pueblo, cosa deplorable. El plebiscito no nos hace necesariamente un país más democrático, lo que nos hace más democráticos es la ausencia de guerra. La sostenibilidad de los acuerdos y su legitimidad se derivan de su contenido, son consecuencia de hacer bien las cosas, y se están haciendo bien, si bien pueden mejorar. Así de sencillo.

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