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Príncipes y mendigos

Mientras los victimarios hacen alarde de su opulencia, las víctimas están condenadas a la mendicidad en los parques y las esquinas de las ciudades

Daniel Coronell
29 de julio de 2006

En Colombia es mejor ser rico y culpable, que pobre e inocente. El contraste entre la vida que llevan los jefes paramilitares desmovilizados y la que arrastran los desplazados por la violencia, ilustra bien esta verdad.

La Unidad Investigativa de El Tiempo reveló esta semana algunas de las excentricidades de los cabecillas de las autodefensas, entre ellos Salvatore Mancuso. Su caravana de seguridad es bien conocida en Montería. Largas filas de camionetas blindadas anuncian ruidosamente el paso del antiguo comandante y de sus 20 escoltas armados con fusiles.

Mancuso recorre en helicóptero la zona, como un soberano que revisa sus dominios. Cuando quiere hacer compras, le ordena al piloto tomar vuelo a Medellín. No le pueden faltar los zapatos Ferragamo que luce en su cómodo apartamento del barrio El Recreo, convertido ahora en la verdadera sede del poder regional. Allí se reúne con políticos, zanja pleitos de tierras, exige el pago de deudas atrasadas y arregla riñas entre vecinos.

A casi nadie le parece inconveniente que el amigable componedor esté pedido en extradición por narcotráfico.

Los 50 procesos judiciales que tiene pendientes tampoco son obstáculo para esta figura de la sociedad local. En el Club Campestre de Montería no le van a negar la entrada al 'mono' sólo porque esté encausado por masacres, desapariciones, terrorismo, torturas, secuestro extorsivo, tráfico de sustancias, toma de rehenes y hurto, entre otros delitos.

"Si hablan mal de él es por envidia", opina uno de sus asesores. Otro miembro de su desmovilizado ejército pregunta: "¿Cuál es el problema? 'Macaco' anda con 35 escoltas y los desmovilizados de la 'Oficina de Envigado' se la pasan rumbeando en una discoteca de Medellín… A los de allá, el comisionado de Paz tuvo que pedirles que dejaran de usar ocho Hummer iguales al que Mancuso alquiló hace meses".

Las autoridades no saben de dónde saca la plata Mancuso para sostener semejante tren de vida. Él afirma que su fortuna familiar se acabó en la guerra y que no tiene propiedades para aportar a la reparación de sus víctimas.

Mientras tanto, en Bogotá cientos de familias desplazadas están hacinadas en el parque de Bosa. Más de 500 niños malviven en la insalubridad, como parte del grupo de expulsados por la violencia. Ellos, empujados por los paramilitares, por la guerrilla y en algunas zonas por agentes del Estado, llegaron a la capital dejando atrás su tierra y sus muertos. En manos de los victimarios quedó lo que tenían.

Reclaman el techo que les quitaron, trabajo, salud y educación. Algunos han optado por enterrarse vivos o colgarse de los postes. Una desesperada forma de protesta frente al abandono.

Como ellos hay tres millones de colombianos, el 7 por ciento de la población del país. En lo corrido del año se han registrado 22 éxodos masivos. 10.500 nuevos desplazados han llegado a las ciudades en los últimos cinco meses.

Cifras inexplicables si se tiene en cuenta que las autodefensas se desmovilizaron dentro de un exitoso proceso de paz y que la guerrilla -según los reportes gubernamentales y el parecer mayoritario- está diezmada por la acción del Estado.

El Ministro del Interior aseguró en abril que los paramilitares entregarían 100.000 hectáreas para indemnizar a sus víctimas. El anuncio sólo alcanzó para el titular. Hoy al promocionado Fondo de Reparación no ha ingresado ni un centímetro cuadrado de tierra. Ni un solo bien.

Mientras los victimarios hacen alarde de su opulencia, las víctimas están condenadas a la mendicidad en los parques y las esquinas de las ciudades.

Los primeros son los interlocutores legítimos del poder. Los segundos, sólo una masa pobre empeñada en ensuciar con su existencia las brillantes estadísticas oficiales.