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Prudencia, por favor

La polarización reinante erosiona la democracia y genera riesgos de violencia para los actores de la política. Es urgente moderar el lenguaje y abrir espacios de diálogo

11 de septiembre de 2020


Los extremismos están a la orden del día. La semana pasada un individuo, amparado por la excusa inadmisible de un carné de periodista, intentó penetrar sin autorización a la residencia del exministro Juan Fernando Cristo. Este acto constituye un atentado contra el derecho a la vida privada de que gozan el anfitrión y sus invitados. Que todos ellos fueran actores importantes de la actividad política no es excusa o atenuante. Aunque la política es de interés público, en muchas de sus dimensiones se requiere actuar con sigilo; de otra manera serían imposibles los acuerdos o alianzas que son una de las dimensiones básicas de esa actividad.

En todo esto estuve de acuerdo con mis contertulios de Semana en Vivo hace unos días. No obstante, al menos por ahora creo que ese fue un episodio aislado, que no obedeció a un plan concertado por ciertos sectores de la derecha. Juzgo inverosímil que los partidos que hacen parte de la coalición de gobierno- y este como tal- puedan tener responsabilidad alguna en ese lamentable conato de intrusión. Me inclino a pensar lo que sucedió fue una acción intrépida liderada por un loquito suelto, de esos que son normales y que mucho daño hacen en ambas orillas del espectro ideológico.

Si el clima no estuviera tan enrarecido, el exministro y sus invitados le habrían pedido al presidente un espacio para enterarle de los objetivos y acuerdos logrados en esa reunión, en la que se habló de temas tan importantes como la necesidad de que la JEP funcione con mayor celeridad; y de que los dirigentes farianos desmovilizados no demoren más los reconocimientos de responsabilidad por los delitos atroces que cometieron durante los años del conflicto armado. Hubiera esperado igualmente que Duque repudiara el episodio como parte de las acciones pedagógicas que cada día realiza, por ejemplo, con relación a la pandemia. Entiendo que guardo silencio.

La generalidad de la opinión jurídica concuerda en una visión crítica de la providencia que ordenó la detención domiciliaria del expresidente Uribe. Pero decir que esa privación de su libertad (que tuvo el efecto indeseable de inducir su renuncia al Senado) es, en realidad, un secuestro, me parece un ex abrupto. El secuestro consiste en la privación ilegal de la libertad de una persona como mecanismo de apremio para exigir de la víctima un rescate o cualquier otro beneficio. ¿Cuál sería en esa recompensa, cuyo pago pondría fin a la retención ilegal? No hay elementos de juicio para creer que los cinco magistrados que de modo unánime ordenaron esta detención constituyan una banda de delincuentes que se han tomado nada menos que la Corte Suprema para cumplir sus propósitos criminales. Como esas pruebas carecen de existencia, no se produjo solicitud alguna de investigación contra ellos. Recordemos esta elementalidad: las discrepancias contra las determinaciones de los jueces se remedian por medio de los recursos y las recusaciones dentro del proceso; no descalificando a los jueces. Que el país requiera una reforma a fondo del sistema judicial es un debate diferente.

Lamentablemente, el fuero de los congresistas está mal diseñado. Debería estar concebido en beneficio de la institución y no de sus integrantes. Si así fuera, la renuncia de un parlamentario procesado no tendría el efecto de hacer cesar la competencia de la Corte Suprema para abrir la de la Fiscalía, tal como acaba de suceder. Este esquema defectuoso fractura el proceso y retardará, probablemente por años, el fallo definitivo del caso Uribe causándole un nuevo daño a la reputación de la Justicia, y lesionando el derecho del expresidente al que seguramente aterra que la causa concluya, como puede suceder, por prescripción. Aunque las pruebas ya practicadas en la Corte sean válidas, cuestión que algunos disputan con débiles argumentos, los nuevos investigadores de la Fiscalía tendrán que empezar a leerse un expediente gigantesco que se soporta en papel, no en medios digitales. Esa es la magnitud del rezago tecnológico de la Justicia.

En el corto plazo se produce otra querella muy dañina: la relativa a la imparcialidad del fiscal general y de su delegado. Pareciéndome pésimo para las instituciones que aquel haya sido elegido a pesar de tener amistad íntima con el presidente, esa no es causal jurídica válida para recusarlo cuando el procesado no es él sino Uribe; sin embargo, desde la óptica política esa afinidad, para muchos, no genera confianza. Descalificar de entrada al fiscal instructor tildándolo de ficha del exprocurador Ordoñez, no obstante que, al parecer, tiene una carrera profesional meritoria, puede ser excesivo. Sin embargo, hubiera sido mejor elegir otro funcionario menos sospechoso de cercanía al sector político que Uribe lidera.

Omito otros episodios bochornosos de estos días recientes; con los mencionados basta para demostrar los daños que causan los excesos ideológicos. El diálogo sereno entre quienes piensan distinto, así sea para intentar consensos mínimos, es la única terapia posible. Seamos conscientes de que se requiere un esfuerzo mancomunado para afrontar problemas tan graves como la crisis social que nos dejará la pandemia y el recrudecimiento de la violencia en ciertas partes del territorio.

Intimas reflexiones. Con nostalgia recuerdo los pregoneros de la lejana infancia. Los vendedores de periódicos, paletas, aguacates; los de quienes remendaban zapatos o afilaban cuchillos. Eran campesinos pobres expulsados por la violencia rural de los años cincuenta del pasado siglo. Volver a oír, tantos años después, voces parecidas, torna evidente la tragedia social que vivimos.

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