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Que gane el mejor

Si hubiera existido la televisión, nunca hubiera elegido a Washington por gordo;ni a Lincon por feo

Antonio Caballero
16 de noviembre de 1992

LOS TRES SON PRACTICAMENTE IDENTIcos en la pantalIa de la televisión -vestido oscuro, corbata de rayas- y los tres dicen exactamente lo mismo: soy norteamericano, amo a mi familia, creo en Dios. George Bush, Bill Clinton, Ross Perot: los tres hombres que, dentro de 15 días, se disputarán casi a cara o sello el gobierno de la superpotencia que domina el planeta. Tose el inquilino de la Casa Blanca, y baja o sube la bolsa en Tokio o en Madrid; parpadea, y muere gente en Bagdad o en Sarajevo, o deja de morir. Si, sabemos que las corrientes profundas de la historia son más poderosas y anónimas que el hecho casi anecdótico de que el presidente de los Estados Unidos sea un político profesional de Connecticut, un millonario de Texas o un muchachote de Arkansas, que da igual que lo sea cualquiera de los tres. Pero de todas maneras su peso personal es considerable: su manera peculiar de toser o parpadear puede provocar o evitar guerras, hambres, ruinas, y afectar en la vida y en la muerte de todos los que vivimos en la tierra, seres humanos, ballenas, plantas de amapola. Esos tres hombres, aunque sean insignificantes, son importantísimos .
Y para saber cual de los tres va a convertirse en el más importante del mundo discuten en la televisión de cosas sin portancia. Dios, familia, patria. Es decir, cosas cuya importancia no depende de lo que digan ellos al respecto: en la existencia o inexistencia de la divinidad influye poco la opinión de Bush; y los Estados Unidos no son más ni menos poderosos porque Perot se proclame patriota; y no va a haber menos ni más niños abandonados, o maltrados por sus padres, porque Clinton se declare resuelto partidario de los "valores familiares" en la televisión. Pero de que hablen de esas cosas depende para ellos la victoria o la derrota -y para todos nosotros sus consecuencias.
Los electores norteamericanos votarán por el que haya dicho Dios con más fervor (gana Bush, que sostiene que Estados Unidos es Dios), familia con más énfasis (gana Clinton, que en el debate televisado citó a su madre, a su padre, a su hermano y al padre de Bush), patria con más vehemencia (gana Perot, que afirma que se hizo millonario por haber nacido norteamericano). Y sólo quedaría fuera de juego el que pecara contra esa Santa Trinidad en algo insignificante, pero a la vez escandaloso: Bush, si la prensa descubriera que tiene en su escritorio una foto dedicada de Madonna o de la perra Lassie desnuda; Perot, si el pastor de su comunidad revelara que una vez, siendo domingo, se saltó los servicios de su iglesia, sea esta mormona o metodista; Clinton, si un compañero de colegio denunciara que hace 20 años dijo en broma: "I'm a gringo" en vez de declarar: "Me siento orgulloso de ser un buen norteamericano". Entonces sí: Clinton no es un patriota, Perot no es un creyente, Bush no es buen marido. Y gana el otro.
Ninguno de los tres cometerá tan torpe desliz. Todos respetarán escrupulosamente las exigencias del guión preestablecido porque saben que los votantes norteamericanos no premian el talento ni la sabiduría ni el carácter, que son virtudes de hombre de Estado, sino la hipocresía, que no es defecto sino virtud de buen
candidato a presidente de los Estados Unidos. Los electores votan por algo en que no creen ellos mismos, pero que creen que es bueno: el amor por la patria y la familia, y la fe en Dios; y aún a sabiendas de que tampoco esas supuestas virtudes adornan la realidad de los candidatos. Votan desde la hipocresía, y por las apariencias. Es una batalla de apariencias la que libran en la televisión esos tres piadosos creyentes, exaltados patriotas y excelentes maridos que son Bush, Clinton y Perot. Deberían salir elegidos presidentes los tres.
Pero como eso no es posible, los votantes escogerán al ganador por su cara: la cara en la que más les guste reflejarse. Si hubiera existido entonces la televisión, nunca hubieran elegido a Washington, por gordo; ni a Lincoln, por feo; ni a Franklin Roosevelt, por cojo. ¿Cuál apariencia ganará esta vez las elecciones? ¿Bush, el padre responsable, de ceño enérgico y sienes plateadas? ¿Perot, el tío dicharachero que ha hecho fortuna en el negocio de los microchips? ¿Clinton, el sobrino recién graduado con sonrisa feliz de triunfador?
Gana Clinton.

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