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¿Qué pasa con Alfredo Molano y Hernán Peláez?

El mundo académico colombiano tiene la tendencia a enredar la realidad. Molano la desenreda y Peláez le quita el veneno.

Yezid Arteta, Yezid Arteta
2 de octubre de 2014

Alfredo Molano hizo que mi vida fuera más llevadera en la guerrilla. Hernán Peláez hizo que mi calabozo se hiciera más grande. Molano, el  pata e’ perro -así llaman en la Costa Caribe a la gente callejera-, le dio vida a la sociología. Peláez, el bacán de barrio, nos metió en el fútbol y los sucesos y demostró que se puede hacer periodismo sin rabia y sin lambonería.

Cuando veo en las estanterías los libros de Alfredo Molano traigo a mi memoria las veces en las que leía sus historias en voz alta a un grupo de hombres y mujeres sentados sobre troncos y apoyando sus fusiles sobre la tierra, mientras miríadas de insectos revoloteaban alrededor de una vela chisporroteante.

Por fin, Molano, recibió un cartón. Fue en el auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional (lea sus  emotivas palabras https://yezidarteta.wordpress.com/2014/09/25/vaya-mire-y-me-cuenta/). El mundo académico colombiano tiene la tendencia a enredar la realidad. Molano la desenreda. Muchos intelectuales colombianos, autores de extensos y tediosos textos, desestimaron a Molano como sociólogo y tildaron sus historias de folletines.

Digo que, en esos folletines, la gente se vio a sí misma, como mirándose en un espejo sencillo, sin marco, pegado con esparadrapos a la pared. Eso es lo que importa. De nada sirve una academia ensimismada; bebiendo café descafeinado o té de hierbas para no perder la línea; comprando y llevando libros para sus casas como quien lleva salchichones o quesos añejos; mirando lo que pasa desde el periscopio de un submarino.

A veces me llegan proyectos de tesinas para calificarlas. Oye, ven acá, le digo al autor o la autora, mientras menos citas de autores hagas, mejor; mientras más me cuentes de tu vida o de tu mundo, mejor. Escribe, les digo, sobre las cosas que ves en el centro de internamiento de menores. Narra, les pido, cómo fue que llegaste hasta una aldea de Senegal. Cuenta lo que hiciste en un hospital psiquiátrico y qué opinaban los locos sobre este mundo.

No hay que empecinarse en lo trascendental y olvidarse de lo simple. Las historias están dentro de tu casa o caminando sólo unas cuadras. La vida sucede dentro del rancho mientras afuera los perros ladran porque una vaca rompió la cerca y se está comiendo el maíz. La academia no se puede reducir al video beam y los bostezos.  

Hernán Peláez no obtuvo cartón de periodista, pero, para mi listón de valores, ha sido el mejor periodista de la radio colombiana en todos los tiempos. Literalmente, el “doctor Peláez”, como lo llaman con afecto sus camaradas de radio, hizo que mis últimos años de presidio fueran menos aplastantes.

Pasó así:

El 8 de octubre del 2001, encadenado de pies y manos, fui llevado en un avión hasta la sección de aislamiento de la penitenciaria de Valledupar. No veía a nadie salvo al guardia que me traía las miserables raciones de alimento. No había derecho a radio, ni a periódicos, sólo a cinco libros a la vez y una llamada de diez minutos un día de por medio. Cada noche un miliciano preso, recluido en un pabellón en el que había un televisor para todos, se encaramaba sobre un ventanuco de su celda y a todo pulmón me contaba cómo iba el mundo.

Continuó así:

El 22 de enero de 2003, encadenado de pies y manos, fui llevado en un black hawk del Ejército hasta la penitenciaria de Cómbita. Me encerraron en la sección de reseña hasta que llegó 'Simón Trinidad' y la dirección del penal recibió instrucciones “desde arriba” de que no nos podían dejar en un mismo lugar. En Cómbita, curiosamente, era permitido comprar cada día el periódico El Tiempo. A pocos minutos de allí, un chico llamado Nairo Quintana sembraba papas y trepaba lomas en una bicicleta de mala muerte sin saber que años después subiría al podio en el Arco del Triunfo y luego ganaría el Giro de Italia.

Terminó así:

El 27 de agosto del 2004, encadenado de pies y manos, fui llevado en una furgoneta del INPEC hasta la penitenciaria de La Dorada. Jodiendo y jodiendo, el coronel retirado del Ejército que dirigía el penal, autorizó  a que los pocos prisioneros que estábamos recluidos en el pabellón de aislamiento tuviéramos derecho a un radio transistor, alimentado de pilas doble o triple “A”.

Allí fue donde La Luciérnaga, de Hernán Peláez, me hizo la condena más corta. El Pulso del Fútbol, con el anarquista Iván Mejía y el freno del doctor Peláez, me hizo vivir cada detalle del campeonato colombiano y otras ligas. Lloré de emoción el día en que el Junior ganó a Nacional el torneo finalización 2004 por penaltis en el Atanasio Girardot.  

Hasta que:

El 12 de julio del 2006, sin cadenas en las manos y los pies, volví a la libertad. Había envejecido diez años. El sol del Valle del Magdalena se estrelló contra mi cara. Afuera estaba mis amigos esperando y les dije: "Compas, adiós a las armas, esta guerra no va pa ningún lao".

A veces, las nuevas generaciones –las viejas también– no saben qué hacer con sus vidas. Alfredo Molano y Hernán Peláez dieron con la tecla y descubrieron un mundo. Vale leerlos y escucharlos.

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