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Lo que podría pasar después de 17 de junio

Lo que está en juego no es solo la posibilidad del incremento en la edad de las mujeres para pensionarse, sino también el hecho de que una vez muerto el pensionado los dineros de su pensión no pasen a sus hijos menores o al cónyuge, como es normatividad hoy, sino a las corporaciones bancarias administradas por el Estado.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
30 de mayo de 2018

“Llega el momento en que uno debe tomar una posición que no es segura, ni política, ni popular, pero debe tomarla porque es la correcta”. La frase se le atribuye al gran Martin Luther King Jr. y deja ver que, sin importar la esquina ideológica, llega el momento en que hay que remar contra la corriente porque lo que está en juego ya no es el futuro de una persona sino el bienestar de toda una sociedad. Pasó durante la Segunda Gran Guerra cuando Hitler arrasaba con su ejército que parecía invencible a gran parte de la Europa Occidental, y EE. UU., que veía la guerra solo a través de los comunicados de prensa, tuvo que abandonar su zona de confort y meterse de cabeza en el conflicto cuando varios escuadrones de la Fuerza Aérea Imperial japonesa bombardearon Pearl Harbor y mandaron al fondo del océano los buques y portaviones estandartes de su poderío naval.

Mirar la tragedia del vecino a través de la televisión, los diarios o cualquier otro medio de comunicación nos dan esa falsa idea de seguridad de que aquello que sucede en la otra puerta no me afecta. Sucedió en la Bogotá de la década del ochenta cuando Pablo Escobar y su banda de criminales, de la que hacía parte John Jairo Velásquez, Popeye, hicieron polvo algunos sectores de la capital porque a los ciudadanos les importaba un rábano si alguien abandonaba un carro al frente de la casa vecina. Los vehículos atiborrados de explosivos dejaban cada mes un sinnúmero de cadáveres, cuantiosas pérdidas materiales y familias, literalmente, destrozadas. Esas relaciones frías que han caracterizado siempre a los bogotanos sumergieron al centro político del país en un inmenso caos de inseguridad que llevó a la toma de medidas y a hermanarse en torno al ojo vigilante. Fue la forma más eficaz y bienhechora de hacer lo correcto sin importar lo poco popular de la medida.

Ocurrió en la Colombia de 1852 cuando un grupo de poderosos ganaderos y terratenientes se opuso a que los negros esclavizados fueran hombres y mujeres libres. Sin ese consenso de la razón, sin ese espíritu cívico de una sociedad que se oponía a un pasado colonial, habría sido imposible la abolición de la esclavitud en tierra colombiana. Y aunque hoy el país sigue siendo una sociedad fuertemente amarrada a las costumbres y símbolos colonialistas, no hubo la necesidad de una guerra civil como sí se dio en el país de norte, donde facciones con miradas distintas sobre el tema se agarraron a tiros, dejando en el campo de batalla unos 750.000 muertos, según nuevos estudios que buscan dar cifras exactas de los fallecidos.

En Colombia, el síndrome del clasismo sigue tan amarrado a las ideologías conservadora como lo está el racismo solapado que se disfraza de amabilidad y buenas costumbres. No puede dárseles soluciones a los problemas medulares de la sociedad si seguimos mirando para otro lado, si la sociedad en su conjunto no se pellizca y toma decisiones que puedan no ser populares pero que nos permitirían un futuro menos violento y más esperanzador para nuestros descendientes. Las confrontaciones en nuestro país han dejado millones de muertos a lo largo de varias décadas. La cifra varía de acuerdo con cada estudio, pero lo que no podemos dudar es que en los dos últimos años los colombianos nos hemos ahorrado más de cinco mil cadáveres entre soldados, guerrilleros y civiles. Lo anterior es visible desde cualquier ángulo que se le mire. Los últimos informes del ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, nos dicen que hace tres años el Hospital Militar de Bogotá atendía en promedio mensual a 131 soldados heridos en combate, y que hoy la cifra se redujo a uno, afectado por la explosión de una mina antipersonal.

Que las elecciones del domingo pasado hayan sido las más tranquilas que ha vivido el país en 60 años no se debe solo a que las Fuerzas Militares están cumpliendo con su deber constitucional de proteger las fronteras y evitar alteraciones de orden público, sino también al consenso de una gran parte de la sociedad que se la jugó en esas negociaciones de La Habana, en cabeza del presidente Juan Manuel Santos, y que para la bancada ultraconservadora del Centro Democrático ha sido el peor acuerdo en materia de negociaciones hechas por un gobierno en la historia de Colombia.

Asegurar que evitarse cinco mil muertos en dos años es un mal negocio en una larga guerra, solo deja ver la indolencia de un grupo político por la vida de los ciudadanos. Asegurar que si llega a la Casa de Nariño su candidato harán trizas los acuerdos Farc-Gobierno (ahora hablan de modificaciones sustanciales), ya que el objetivo es que los guerrilleros no hagan política y se pudran en una mazmorra, no solo busca hacerle pistola a la comunidad internacional que acompañó el proceso (incluyendo a las Naciones Unidas, la Unión Europea y la OEA) sino también mantener encendida la antorcha de una violencia histórica que hunde sus raíces en las desigualdades sociales y que no ha permitido en el último siglo una verdadera Reforma Agraria que revolucione el campo y le dé algo de esperanza a los campesinos que hoy tienen mil dificultades para sacar de sus tierras los productos que les cuestan meses cultivar.

En este sentido, hacerles el mayor daño posible a unos acuerdos históricos, pues ningún gobierno lo había logrado hasta ahora, será solo uno de los males. Los otros tienen que ver con la reforma pensional que, aunque los ultraconservadores del Centro Democrático lo han negado en beneficio de unos votos, será una realidad si el 17 de junio logran la Presidencia de la República. Y lo será porque corresponde a la implementación de unas políticas neoliberales, impulsada desde arriba, es decir, desde organismos como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y otros fondos monetarios que administran las finanzas del mundo de los negocios y les dictan a los gobiernos las políticas que deben seguir para hacer la economía de sus países “más dinámica y competitiva”, sin importar si el pueblo recibe o no los beneficios de ese desarrollo.

De manera que detrás de esto lo único que puede vislumbrarse no es solo el incremento en la edad de las mujeres para pensionarse, sino también la posibilidad de que una vez muerto el pensionado los dineros de su pensión no pasen a sus hijos menores o al cónyuge, como es normatividad hoy, sino que hagan el tránsito directo a las corporaciones bancarias administradas por el Estado. Si a lo anterior le agregamos que solo el 30 por ciento de los colombianos cotizan pensión, lo que se espera entonces en los próximos años es un aumento exponencial de la pobreza a lo largo y ancho del territorio nacional. Y la pobreza, no lo olvidemos, es el mayor combustible para alimentar la violencia.

POSDATA: He vuelto a leer, ya no con los ojos del profesor de literatura y comunicación sino con los del lector que busca consuelo en sus viejos libros, las novelas 1984 de Orwell y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, dos historias de pesadillas que narran la posibilidad de un futuro indeseado, donde el ojo vigilante conoce cada uno de los pasos del ciudadano y hasta el ritmo de los latidos de su corazón. Pero, sobre todo, le prohíbe los libros, pues son instrumentos del mal que hay que incinerar.  Mientras leía, una idea me persiguió a lo largo de los relatos: la posibilidad de que el exprocurador Ordóñez llegue al Ministerio de Defensa. Si llega a darse, entonces tendríamos algo de ese futuro distópico, acechante en cada esquina.

Twitter: @joaquinroblesza

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