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Racismos

El debate y la reflexión sobre la discriminación racial no es, no debería ser, exclusivo de los Estados Unidos. Si bien la ley que puso fin a la esclavitud en Colombia se aprobó el 21 de mayo de 1851, el proceso de liberación de los esclavos fue paulatino.

Camilo Granada, Camilo Granada
3 de junio de 2020

El asesinato de George Floyd a manos de un policía en Minneapolis puso de nuevo en evidencia el racismo que sigue imperando en Estados Unidos y que no ha cesado desde de que el presidente Lincoln abolió la esclavitud en 1863. Hoy el tema racial sigue dividiendo a ese país. En Colombia criticamos con facilidad lo que sucede lejos, pero olvidamos mirar la viga en nuestro propio ojo.

 

En Estados Unidos el fin de la esclavitud dio paso a diferentes formas legales de discriminación que se prolongaron durante más de cien años en múltiples estados de la unión. Estas incluían desde la restricción de acceso a sitios públicos, pasando por normas de segregación que imponían la separación en escuelas, hasta la limitación efectiva del voto de los ciudadanos negros. El movimiento en defensa de los derechos civiles, encabezado por Martin Luther King, logró que esas normas fueran abolidas e incluso que se adoptaran normas de discriminación positiva (affirmative action), pero no por ello lograron poner fin a la discriminación de facto y al racismo.

 

Documentales como XIII (producido por Netflix), en referencia a la treceava enmienda que puso fin a la esclavitud, muestran claramente cómo desde finales del siglo XIX se promovió activamente una definición racial que identificaba a los negros con el crimen, la violencia, la pereza y los describía como seres inferiores. A partir de entonces, más allá de las leyes, se incubó, desarrolló y consolidó el racismo que se refleja de manera particularmente dramática en los temas de justicia y policía. La población negra representa el 13 por ciento del total, pero los afroamericanos suman el 33 por ciento del total de los presos en cárceles federales y estatales. En 2017, había 1549 presos por 100.000 habitantes negros, mientras que solo eran 272 por 100.000 blancos. ¡Seis veces más!

 

La discriminación también se vive en los otros ámbitos de la sociedad. Que se trate de la pobreza, el desempleo, el acceso a la educación superior, la vivienda y la salud, las estadísticas muestran un grave y recurrente sesgo en detrimento de las comunidades negras en los Estados Unidos. Para dar un ejemplo, en 2018 el ingreso promedio de una familia negra es el 60 por ciento del ingreso promedio de una familia blanca y el patrimonio promedio tan solo el 10 por ciento del de una familia blanca.

 

Frente a la pandemia, las diferencias son aterradoras: una persona negra en Chicago tiene cinco veces más riesgo de morir por covid-19 que su conciudadano blanco. Esto en razón de las disparidades en acceso a seguro médico, condiciones generales de vida y porque desempeñan trabajos que los exponen más que a los blancos. 

 

En la política el mismo problema existe, a pesar de la elección de Barak Obama en 2010 y un incremento de los miembros de raza negra en la cámara de representantes. Según el centro de Investigación Pew Research, en 2019 no había gobernadores ni senadores negros.

 

Todo lo anterior ayuda a entender por qué el tema racial sigue siendo central en el debate político, económico y social en los Estados Unidos. La gran paradoja es que el partido republicano fue el que promovió el fin de la esclavitud, pero hoy en día es la derecha la que defiende con más ahínco el statu quo, mientras que el partido demócrata está más en sintonía con la necesidad de generar cambios de fondo para eliminar la discriminación. Este tema será seguramente uno de los que más movilice –en ambos lados—a los votantes para las elecciones de noviembre de este año.

 

Pero el debate y la reflexión sobre la discriminación racial no es, no debería ser, exclusivo de los Estados Unidos. Si bien la ley que puso fin a la esclavitud en Colombia se aprobó el 21 de mayo de 1851, el proceso de liberación de los esclavos fue paulatino e incluyó una indemnización pagada por el Gobierno a los esclavistas. Y desde entonces, así no hubiera leyes tan vergonzosas como en otros países, los mecanismos de segregación y discriminación han persistido –soterrados—tanto contra las poblaciones afrodescendientes como frente a las comunidades indígenas. El caso de Anderson Arboleda, un joven de Puerto Tejada que murió a consecuencia de los golpes recibidos a manos de la policía el pasado 23 de mayo, es el ejemplo más reciente. Al igual que en los Estados Unidos, la discriminación racial es una realidad cotidiana dolorosa para más de seis y medio millones de colombianos indígenas y afrodescendientes.

 

La Constitución de 1991 dio pasos importantes hacia el reconocimiento de los derechos de las minorías en Colombia, pero los cambios que se necesitan con urgencia no son solo legales. Se trata de concepciones mentales, culturales, arraigadas y repetidas, banalizadas incluso en el lenguaje cotidiano. Empezando por reconocer, individual y colectivamente, que los prejuicios subsisten y que siguen moldeando nuestras actitudes, visiones y aproximaciones frente a las minorías en nuestro país. Esto sin contar el clasismo que es otra forma de racismo y discriminación, incluso más prevalente en Colombia.

 

Más que simplemente criticar horrorizados lo que pasa en otras latitudes (lo cual es justo y necesario), deberíamos asumir de frente el problema del racismo y la discriminación en nuestra propia sociedad. Y debemos hacerlo con honestidad, mirando para adentro y no solo para afuera, sin justificaciones ni excusas.

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