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¡Que hable Montealegre!

La legitimidad de la administración de justicia solo se puede recuperar con la verdad plena de lo ocurrido y con cambios profundos que afecten los factores que facilitaron que las togas se convirtieran en vestidos de delincuentes.

Rafael Guarín
30 de agosto de 2017

El campo de actuación criminal de los capos de la justicia, conocido parcialmente hasta ahora, se circunscribe a la Corte Suprema y al periodo en que la Fiscalía Anticorrupción estuvo a cargo de Luis Gustavo Moreno. Sin embargo, el recorrido de ese individuo venía desde la época en que ese organismo era dirigido por Eduardo Montealegre. En ese periodo el exfiscal preso se pavoneaba como hombre fuerte de esa institución, posición desde la cual se fortaleció y aumentó su capacidad delincuencial.

¿Qué sabía Montealegre? ¿Nunca le dijeron de los alcances de su asesor? ¿Qué medidas tomó para evitar extorsiones como las denunciadas? ¿Dónde conoció a Moreno? ¿Por qué lo nombró? ¿Qué misiones especiales le delegó? ¿Qué informes le reportó? ¿Qué alcance tuvo Moreno en las decisiones tomadas en el despacho de Montealegre? ¿Cuáles fueron? ¿En qué materias y casos participó ese señor?

Montealegre y Bustos fueron socios en el hundimiento de la Comisión de Aforados que se proponía en la reforma a la justicia, con el propósito de terminar con el régimen de impunidad que beneficia a los magistrados delincuentes. En esa cruzada, ¿qué intereses particulares unieron a Montealegre y al capo Bustos? ¿Por qué el afán de Montealegre de mantener la impunidad para el fiscal y los magistrados? Esa verdad también se necesita. ¡Que hable Montealegre! Ya debía haber rendido explicaciones a la sociedad, pero pasa agachado, taimado.

Por otro lado, a pesar que la sociedad colombiana se escandaliza cada vez más con información sobre el modus operandi de la banda criminal que actuaba desde la cúpula de la Corte Suprema, la posibilidad de que los capos de la justicia queden en la impunidad es tremendamente alta (leer: “Los capos de la justicia”).

La Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, organismo que bate récords en materia de promoción de la impunidad, es la que tiene que adelantar las investigaciones. Los congresistas que mañana pueden ser investigados y condenados por la Corte Suprema, precisamente por los magistrados impuestos por Bustos, Ricaurte y Tarquino, son los que deben procesar a esos capos. ¿Cuál autonomía? ¿Cuál libertad para cumplir su función? Los congresistas, primero en Cámara y luego en Senado, comprometidos en tramas de corrupción que involucraban a miembros de la rama judicial son los menos interesados en que todo se destape. No van a instalar su propia horca. ¿Cuál imparcialidad?  

Y si el Congreso lograra superar esas ataduras, los capos de la justicia serían finalmente objeto de juzgamiento por quienes fueron sus colegas en la Corte Suprema, los mismos que ellos eligieron con mayorías mafiosas en esa corporación. ¿Quién puede confiar en esos investigadores? ¿En esos jueces? La ciudadanía, desconfiada siempre con razón, ahora lo es mucho más. No hay cómo creer en quiénes de una u otra forma pretenden representar la justicia cuando hacen parte del contexto delincuencial.

En realidad, no se ve salida puramente institucional. Los mecanismos de investigación y juzgamiento están destinados a no funcionar o a quedarse en la superficie del entramado criminal que hay que desmantelar en su totalidad. Es la reacción ciudadana la que puede empujar la situación a un punto que desbloquee la justicia y reduzca al máximo la impunidad.
No hay que obviar que el aprendizaje y amplia experiencia en materia de extorsiones y sobornos de los ‘magistrados’ pretenderá utilizarse para que todo quede empantanado. La sociedad no lo debe permitir. No se trata de sustituir el Estado de derecho por el linchamiento mediático y ciudadano, sino generar el seguimiento y la presión que se requiera y evitar que las redes criminales insertadas en las instituciones cumplan su propósito.

La iniciativa de una comisión de investigación y verdad independiente (Leer:“Comisión de Verdad para la Justicia”), que desde la sociedad civil contribuya a descubrir el verdadero alcance criminal que opera desde la justicia, es una de tantas alternativas que se pueden constituir. Lo cierto es que la legitimidad de la administración de justicia solo se puede recuperar con la verdad plena de lo ocurrido y con cambios profundos que afecten los factores que facilitaron que las togas se convirtieran en vestidos de delincuentes.

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