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REALIDAD ELECTORAL

Antonio Caballero
21 de octubre de 1996

Un año de cada cuatro es el tiempo que dura una campaña presidencial en Estados Unidos. Y mientras dura ese año de cada cuatro, todas las cosas que ocurren en todo el mundo se tiñen de campaña electoral norteamericana. La guerra, el deporte, la religión, la salud, el comercio, la justicia. Inclusive las campañas electorales en países distintos de Estados Unidos están condicionadas por el hecho de que en Estados Unidos hay campaña electoral. Por ejemplo: si se acaban de celebrar unas atropelladas elecciones en Bosnia-Herzegovina es únicamente porque el presidente Bill Clinton necesita presentar como una baza electoral para su reelección el hecho de que haya paz en los Balcanes, por obra suya. De modo que no importa que ese proceso electoral sea una farsa, y da lo mismo quién lo gane localmente: lo único que cuenta es que en Estados Unidos lo gane Clinton. Por esas mismas razones electorales acaba de recibir unos cuantos cochetazos el dictador iraquí Saddam Hussein: no porque Estados Unidos haya decidido salir en defensa de los perseguidos kurdos, sino porque Bill Clinton quiere mostrarse ante los electores norteamericanos como un presidente enérgico. Y a nuestro presidente Ernesto Samper le quitaron la visa por la misma razón: porque Bill Clinton está en campaña electoral, y la llamada 'guerra contra la droga' es un tema electoral. Y si Clinton firma la ley Helms-Burton que endurece el bloqueo económico a Cuba es porque necesita halagar a la franja de votantes anticastristas de la Florida. Poco importa, se dirá, que los motivos de Clinton para actuar sean electorales, puesto que de todos modos, y sean sus motivos los que sean, las acciones de los presidentes de Estados Unidos tienen efectos que reverberan en el mundo entero: el "hondo temblor" de que habló Rubén Darío en su Oda a Roosevelt ("Los Estados Unidos son potentes y grandes..."). Eso es así, sin duda. Pero lo que sucede es que las consideraciones electorales son solamente simbólicas. Ninguna corresponde a la realidad. La paz en los Balcanes no se fortalece en nada por el hecho de que Bill Clinton engolosine a sus electores norteamericanos con el espectáculo de una farsa electoral en otro sitio. Unos cuantos cochetazos en nada debilitan el poder de Saddam Hussein -por el contrario, lo fortalecen-, y en nada ayudan a los infortunados kurdos. Y quitarle la visa a Ernesto Samper no tiene el más mínimo efecto ni sobre la producción de drogas, ni sobre su demanda, ni sobre la capacidad de corrupción y de violencia de las mafias que manejan el negocio. Porque la llamada 'guerra contra la droga' ni es guerra, ni es contra la droga: es un simple caballito de batalla electoral que utilizan desde hace 30 años todos los presidentes de Estados Unidos en trance de reelección y todos los candidatos a la presidencia de Estados Unidos. Todo es falso, entonces. Pero más falso aún que la paz en los Balcanes o la guerra contra la droga es el proceso electoral norteamericano propiamente dicho (como lo son, por lo demás, casi todos los procesos electorales en todas partes). Falso porque no se refiere a realidades, sino a simples apariencias simbólicas, y en cambio las verdaderas realidades que lo subtienden (quién financia las campañas, por ejemplo) son desconocidas para los electores. Clinton no está diciendo, por ejemplo "vote por la industria del armamento, que es la que más ha contribuido a mis gastos electorales", sino "vote por castigar a los dictadores y a los mafiosos". La mentira ha formado siempre parte de la política, claro está: pero con la reducción de lo que llamamos 'democracia' al simple ejercicio electoral es la totalidad de la actividad política la que se ha vuelto un juego de mentiras. Y eso es peligroso.